domingo, 24 de abril de 2022

EL CRIMEN DE LA ENCAJERA DE CARABANCHEL

 

EL CRIMEN DE LA ENCAJERA DE CARABANCHEL.

El crimen de la encajera; el tabernero de Cubillejo y un abogado de Sigüenza. Los crímenes de Carabanchel.

   Sucedió en 1932, en Madrid, cuando una mañana de domingo del mes de marzo una mujer apareció asesinada en mitad del campo en el entonces pueblo de Carabanchel Bajo.

   Mucho tiempo tardaría en resolverse el caso, hasta que, andado el tiempo, otro crimen, de similares características, tuvo lugar en una casa del mismo pueblo.  Los investigadores trabajaron duro hasta dar con los asesinos.


El libro:
·  Tapa blanda: 121 páginas
·  Editor: Independently published
·  Colección: Tinta Negra. Núm. 1
·  Idioma: Español
·  ISBN-13: 979-8655614994
·  ASIN: B08BDWYMTK

Lee aquí las primeras líneas:

-I-
LA MUJER DEGOLLADA

   En las primeras horas de la mañana del domingo 13 de marzo de 1932 comenzó a circular por Madrid la noticia de que en el pueblo de Carabanchel Bajo, en el lugar conocido como Prado de Carranque, a unos cien metros de la también conocida Vereda del Soldado, apareció degollada una mujer que, aparentemente, representaba una edad próxima a los cincuenta años.
   El cadáver fue avistado esa mañana, unas horas antes de que la noticia recorriese el entorno, por unos pastores, quienes dieron cuenta del hallazgo a la Guardia civil, trasladándose al lugar de los hechos, para hacer las averiguaciones y comprobaciones pertinentes el teniente Miguel Osorio al frente de una pareja de guardias. Al llegar al lugar y comprobar que efectivamente el cadáver presentaba síntomas de violencia, se avisó al juzgado municipal del pueblo de Carabanchel, no tardando en hacer acto de presencia su titular, don Ramón Ordaz Salamín acompañado del secretario don Prudencio Igartúa;  del oficial Sancho Caballero y del alguacil López.
   El primer reconocimiento ofreció la visión que tuvieron los pastores. El del cadáver de una mujer vestida de negro, con pañoleta negra a la cabeza, una toquilla cruzada al pecho y poco más.
   Ni portaba documentos que la pudiesen identificar, ni cualquier otro objeto que delatase su procedencia o destino, a pesar de que vestía de forma peculiar; como lo hacían las mujeres toledanas del entorno de Lagartera.
   No se dudó en afirmar que la muerte se produjo con el insano fin de robarle sus pertenencias, puesto que el cuerpo no había sido violentado con ánimo sexual, y sí registrado.
   La muerte, en apariencia, fue provocada por un importante corte que afectaba al cuello, con desgarro de las principales arterias. Las huellas de las personas que llegaron hasta allí, al igual que las de la mujer, se perdían entre los surcos, arados en días anteriores.
   Esquitiano de la Concepción Expósito y Antonio Benito Martín, los pastores, tenían su ganado en una majada cercana. Uno de ellos fue quien aquel domingo, al terminar de ordeñar, se fijó en el bulto negro que aparecía a la distancia y la curiosidad hizo el resto. Dirigirse hacia él y en consecuencia descubrir a la pobre mujer.
   Ninguno de los dos, ni la tarde noche del día de víspera ni a lo largo de la noche del sábado al domingo, escucharon o vieron nada. Pues el cadáver no estaba allí el día anterior y todo indicaba que la muerte era reciente.
   Mediada la mañana la casualidad quiso que un soldado del grupo de Información de Artillería de los campamentos cercanos entrase en una lechería, donde se comentaba el asunto y, por las trazas que se dieron de la mujer le dio un pálpito al corazón, imaginando que se trataba de su madre.
   Se alojaba, cuando venía a Madrid desde la provincia de Toledo en donde vivía y de la que era natural, en la misma posada en la que lo hacían las encajeras y vendedoras de bordados que llegaban a Madrid para vender sus mercancías desde la comarca de Lagartera. Bordados tan famosos que no hacía falta pregonar. Las encajeras los llevaban de puerta en puerta, a los lugares en los que sabían que eran apreciados y valorados.
   El lugar no era otro que la posada de la Merced, en la Cava Baja, a donde llamó el muchacho y en donde le confirmaron que su madre salió de ella el sábado por la tarde, y aun no había regresado. Por lo que tras pedir el permiso correspondiente, acudió al juzgado de Carabanchel, donde se llevaban a cabo las diligencias, de aquí, al depósito de cadáveres, en el mismo cementerio del pueblo, en donde se encontraba a la espera del reconocimiento y la autopsia.
   Allí se derrumbó. Las sospechas y corazonadas que tuvo a lo largo de la mañana se confirmaban. El cadáver era el de su madre Luciana Rodríguez Narro, de cincuenta años de edad, natural de Navalcán y vecina de Herreruela de Oropesa, en la provincia de Toledo, donde con sus hijas y hermanas se dedicaba a la confección de encajes y bordados de Lagartera que traía a vender a Madrid.
   Llevaba unos cuantos días en Madrid, desde el día 3, más o menos, llegó para vender el producto de los últimos meses de trabajo. Al pueblo había girado el dinero de las primeras ventas, alrededor de doscientas pesetas, y a visitar al hijo cumpliendo el servicio militar en los cuarteles de Campamento, acudió las vísperas de su desaparición, prometiendo regresar antes de tornar a Herreruela, el martes o miércoles siguiente, puesto se encontraba algo delicado de salud.
   En la posada de la Merced, lo mismo que sus paisanas que desde Toledo venían a Madrid a lo mismo, se hospedaba desde hacía unos cuantos años, desde que se inició en el negocio de la venta de encajes, después de enviudar,  cuatro o cinco años atrás.
   El negocio no le iba nada mal, puesto que era una mujer hábil en el trato, mañosa a la hora de la venta, y con buenas manos, lo mismo que sus hijas, para dar a los bordados una calidad que ya quisieran otras. De ahí que algunas de las mujeres que se dedicaban a lo mismo la tuviesen un poco de tirria. De envidia sana; por lo bien que se las apañaba para vender, y por  la buena clientela que en los años que llevaba en el asunto había logrado reunir.
   De la posada salió Luciana aquel sábado con un paquete de encajes alrededor de las cuatro de la tarde, sin hablar con nadie ni despedirse de nadie, y ya no regresó.

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