MEMORIA DE DON NARCISO MARTÍNEZ
IZQUIERDO.
Nacido en Rueda de la Sierra,
fue el primer Obispo de Madrid.
Fue el Domingo de Ramos, 18 de abril de 1886, uno de los más tristes que recordar pudo el pueblo de
Madrid durante muchos años, cuando estaba destinado a ser uno de los más
dichosos y celebrados, dados los acontecimientos que habían de rodear la
celebración. Aquel domingo estaba destinado a ser el primer acto oficial del
que tomase parte quien había sido nombrado, pocos meses antes, primer Obispo de
la recién creada Diócesis de Madrid.
Nada
tenía que ver, la recién estrenada primavera madrileña, con el caluroso verano
anterior, cuando Su Ilustrísima descendió del tren procedente de Pozuelo de
Alarcón detenido en la estación de Norte, un caluroso 2 de agosto de 1885. Esbozó
una sonrisa que, a las claras estaba, venía forzada por la situación. Llegar a
Madrid poco antes de las cinco de la tarde, procedente de las frescuras de
Ávila, cuando Madrid se ahogaba en una de las más mortíferas epidemias de
cólera y el clero madrileño veía con ojos turbios la llegada del hombre que
como primer obispo debía de poner orden en la diócesis no era, ni mucho menos,
la mejor bienvenida que podía darse a don Narciso Martínez Vallejo-Izquierdo.
Aun así, Su Ilustrísima ofreció aquella simpática sonrisa a los ministros, al
Alcalde de la ciudad, a los concejales, a los clérigos…
Se dejó besar el anillo y, tras las palabras de bienvenida y
agradecimiento, subió a la carroza que lo tenía que llevar a la iglesia de Santa
María, desde donde debía de iniciarse la procesión que, a pie y bajo palio lo
conduciría a la catedral de San Isidro, en la calle de Toledo. Entre el
acompañamiento no faltaban personajes de Guadalajara, puesto que aquel hombre,
había salido de tierra de Guadalajara, de un pueblecito molinés, Rueda de la
Sierra. Desde Molina llegaron a Madrid unos cuantos comisionados; y en el
acompañamiento también figuraba el doctor Creus Manso, guadalajareño de pro, y
don Alejo, su primo y secretario personal.
Tras las solemnidades en la catedral se retiró a sus habitaciones del
palacio episcopal, a unos pasos de la catedral, en la calle del Sacramento.
Cuando se echaron las sombras, con su primo Alejo se echó a la calle y pasó la
noche de casa en casa y puerta en puerta, cometiendo una de aquellas locuras
que sólo se le podían ocurrir a un obispo recién tomada posesión de su
obispado, o a un rey soñador. Pasó la noche visitando y dando consuelo a los
moribundos atacados por aquella epidemia de cólera que amenazaba con diezmar
Madrid, como diezmó tantos pueblos de España.
A
Don Narciso, de
niño, ya lo prepararon para entrar en religión. Al menos dos parientes eran
eclesiásticos, o lo fueron, por lo que la religión en la casa se vivía de forma
excepcional. También los tiempos llamaban a ello. Lo enviaron a Sigüenza, tras
el paso por Molina de Aragón, cuando ya la edad le permitía ingresar en el
Seminario diocesano. En Sigüenza se hizo sacerdote y cuando salió de Sigüenza
en la década de 1850, era una eminencia no sólo en el estudio, también en
oratoria, a pesar de que, recuerdan quienes lo conocieron, era poco hablador.
De Sigüenza a Toledo, de Toledo
a Sigüenza, de Sigüenza a Granada, de Granada a Salamanca. En medio de todo
ello los cambios que sufrió España. Sus revoluciones. Las que destronaron a una
reina; proclamaron a un rey que dejó el reino a los cuatro días; proclamaron a
otro rey, heredero de aquella reina… Y en aquel río revuelto de la política a
don Narciso le propusieron entrar en ese mundo. Diputado, Senador… orador
siempre.
En 1873 fue nombrado Obispo de
Salamanca, y en Salamanca se encontraba cuando fue nombrado, en 1885, primer
Obispo de Madrid. No parecía muy lógico que Madrid, la capital del reino,
dependiese de otro arzobispado, de Toledo. Que Madrid, la capital del reino no
tuviese, todavía, Obispo propio, o Cardenal, o Arzobispo. Con fecha 7 de marzo
de 1885 se expidió por el Papa León XIII la bula de creación de la diócesis de
Madrid-Alcalá. A mediados del mes de julio de aquel año de 1885 dejó Salamanca,
camino de su nuevo destino, para no regresar.
Aquello de las visitas a los coléricos, puesto que la epidemia se
prolongó hasta el otoño, le dio el sobrenombre de “el obispo de los pobres”. Ya
que repartía de su propio peculio limosnas entre los necesitados a los que
visitaba sin previo aviso. Lo que aumentó su popularidad al tiempo que,
ordenando el desorden que entonces reinaba en el nuevo obispado, comenzó a
ganarse unos cuantos enemigos. Enemigos ocultos, que son los peores, porque no
se les ve venir.
No tuvo mucho tiempo para desarrollar su labor, apenas seis meses
después de su llegada un cura con la cabeza alborotada, Cayetano Galeote
Cotilla, en lo que iba a ser uno de los primeros y grandes fastos del obispo en
Madrid, el Domingo de Ramos, se abrió paso entre el público que aguardaba a Su
Ilustrísima a las puertas de la entonces catedral de San Isidro, “paso, paso”, cuentan que gritaba, y, a bocajarro, disparó contra don Narciso
tres disparos con un pequeño revólver que se trajo de Cuba. El motivo estaba en
que el obispo, según aquel, le había relevado de su cargo en una iglesia
madrileña y después, según el asesino confeso, no lo quiso recibir.
Madrid entero se conmocionó con el suceso, ocupando durante varios días
las primeras planas de la prensa, pues don Narciso no falleció en el acto, sino
que estaría agonizante, en la sacristía de la iglesia, por espacio de casi
treinta horas, con el seguimiento periodístico y político, minuto a minuto, de
su irremediable agonía. Una vez muerto fue conducido en procesión al palacio
episcopal, donde se organizó la capilla ardiente, era el 18 de abril de 1886.
Y
dos días después de su muerte, desde el palacio episcopal fue llevado en
procesión de nuevo a la catedral de San Isidro para recibir sepultura en medio
de la conmoción general de un Madrid, que se echó a las calles para acompañar
el cortejo, presidido por las primeras autoridades del reino en representación
de la Corte, de luto aún por la muerte reciente del rey Alfonso XII; y todas
las autoridades de Madrid. La procesión fue semejante a la que apenas seis
meses antes lo llevó en volantas a la catedral, para ser el primer obispo de la
nueva diócesis. Sólo que esta era de duelo:
“La conducción del cadáver desde el palacio
a la catedral se efectuó a las cuatro de la tarde y fue un acto imponente:
todas las calles de la carrera, San Justo, Cordón, Sacramento, Mayor, Ciudad
Rodrigo, Constitución y Toledo; todos los balcones, estaban llenos de gente,
que saludaban con respeto el ataúd descubierto, llevado en hombros de ocho
sacerdotes; todos miraban conmovidos aquel rostro sereno y majestuoso, aquella
frente llena de sabiduría y altos pensamientos pocos días antes, aquella mano
que pocos meses antes bendecía al pueblo en los mismos sitios, y aquella boca
que pronunció al caer sobre las losas del atrio de San Isidro la frase
magnánima y piadosa dirigida al matador: “yo te perdono”, mientras el otro
gritaba: “ya me he vengado”.
Presidían el duelo el Nuncio de Su Santidad; los ministros de Gracia y
Justicia y de la Guerra; el Marqués de Santa Cruz y un gentilhombre de cámara
de Su Majestad; el Gobernador de Madrid y sus dos hermanos, D. Juan y D. Alejo,
que llegaron a Madrid el día anterior, y
era espectáculo curioso el de aquellos dos honrados labradores asistiendo en su
humilde traje de gala al suntuoso entierro del hermano que se elevó a las más
altas dignidades y a quien honraban en muerte las grandezas todas de la Nación.
Los estandartes de las cofradías, las cruces parroquiales, el clero y la
comitiva, entraron en la catedral: un sepulcro abierto recibió el venerable
cuerpo del primer Prelado de Madrid, y la losa, todavía sin nombre, le cubrió
para siempre.
El juicio a Galeote se llevó a cabo unos meses después, con la presencia
en las distintas sesiones de un nutrido grupo de periodistas que dieron cuenta
de las locuras del cura asesino, para el que se pedía la pena de muerte. El
propio Cayetano Galeote pidió defenderse a sí mismo, y durante horas y horas
trató de demostrar que su acción había sido justa y ordenada, y lo que había
hecho lo hizo porque lo tenía que hacer.
Entre
los periodistas, de los más sonoros nombres patrios, se encontraba también
Benito Pérez Galdós, quien con maestría
novelística narró todas las sesiones para la prensa argentina.
Galeote fue condenado a muerte, a pesar de que recurso tras recurso, por
cuenta de abogados a los que Galeote negaba sus derechos, se consiguió que se
aceptase su demencia, siendo encerrado de por vida en el manicomio de Leganés,
en el que falleció a muy avanzada edad, en 1920, tras protagonizar unas cuantas
situaciones dramáticas, con fugas del manicomio y persecuciones policiales por
media España, incluidas.
Don Narciso Martínez Izquierdo, que ha pasado a la historia por su
trágica muerte como primer Obispo de Madrid llevó a cabo, a lo largo de su
vida, una enorme obra en beneficio de sus administrados y de la iglesia. Justo en hacer memoria de ello.
Tomás Gismera Velasco
Guadalajara en la memoria
Periódico Nueva Alcarria
Guadalajara, 12 de abril de 2019