ATIENZA: PLAZA DEL MERCADO
Fue el
centro comercial de la Villa
La plaza de San Juan del Mercado, de
Atienza, puede que sea una de las más conocidas de la provincia de Guadalajara.
Mantiene esa estructura surgida en los años finales del siglo XVI, con una
mezcolanza entre la vieja y la nueva castellanía, entre el modernismo de las
grandes ciudades de la vieja España y el encanto de las pequeñas poblaciones de
la histórica Castilla. En ella se centralizó la vida de la Villa. En ella se encontraba
la Casa del Concejo, la del Corregidor, las del Cabildo de Clérigos, la
audiencia e incluso la cárcel del distrito. En ella se dieron cita los eventos
políticos, los espectáculos de toros, las verbenas y las ferias. Y como un
añadido a ese escenario, la plaza reunía a lo más granado del comercio de la
Villa, y de la comarca. Allí, bajo los centenarios soportales, desde cualquier
parte de la Serranía, podía acudirse en busca de las últimas novedades,
trasladadas a los recónditos parajes de la sierra de Guadalajara. Cuando
Atienza era capital de la Serranía y las grandes ciudades se alejaban mucho más
en la distancia.
Simbólicos fueron los comercios de Rafael de
Luis, Basilio Baras -que fue Alcalde de la villa a fines del XIX y “comisionista
en granos”-, o la confitería y cerería de Fernando Aparicio: “Si vas a
Atienza, Mauricio, no dejes de visitar el comercio de Aparicio”, el mismo
comercio que salió ardiendo una noche de septiembre de hace cerca de cien años,
convirtiendo en cenizas un lateral de la plaza. El de Ruperto Baras, donde podían
adquirirse toda clase de tejidos, incluidas las famosas mantas de Palencia, o
las bayetas de Teruel, Pradoluengo y, por supuesto, las atencinas, con fama
entonces por media España.
En el entorno de la plaza no faltaban las
calles comerciales, Cervantes, anteriormente Zapatería y Mayor, con su comercio
y casas señoriales. La del Águila, posterior de Layna Serrano; los callejones
de San Pedro, por donde podía encontrarse algún que otro taller de carpintería
o zapatería y, por supuesto, el callejón de las plazuelas, puerta divisoria
entre el antes y el después de la villa, separadas por el portón del arco de
San Juan. Cualquier sábado de cualquier mes del año el entorno se convertía en
un laberinto de labriegos, o de “praineros”, enlazando no sólo a los
vecinos de Prádena de Atienza, sino de toda la Serranía. Cuando los unos
llegaban a vender, instalando en la plaza su tenderete con unos sacos de grano;
y los otros a comprar, llenando las alforjas, siempre al hombro, con todos
aquellos “compromisos” adquiridos antes de abandonar, de madrugada y
entre sombras, sus respectivas localidades. La plaza, tantas veces retratada a
través de la mirada de viajeros, historiadores o curiosos anotadores de una
excursión de fin de semana es, al día de hoy, un espacio silencioso, aun
conservando, como reseña de lo que fue, el entramado de sus soportales uncidos
los unos a la madera siempre viva; los otros al granito labrado en orlas y
escudos.
Aquel espacio que naciese en tiempos de los
Reyes Católicos comenzó a perder parte de vida en el siglo XIX, cuando la
desamortización dejó sin vida las casas del Cabildo; más tarde se cerró la del
Corregidor, y después se trasladaron las del Concejo; más tarde la cárcel del
partido dejó de tener (afortunadamente) vida útil. Un buen día los espectáculos
de toros dejaron también de tener en ella cabida; luego a los forasteros se los
obligó a cambiar de ubicación sus tenderetes; después, poco a poco, se fue
apagando el ruido comercial de las tiendas de los Baras o los Lafuente, al
ritmo mismo que se iba apagando la vida de las calles y se cerraban las puertas
de las casas. Todavía, en aquellos años duros de la década de 1950 y 1960, la
plaza conservaba su espacio comercial. Unos tenderos suplían a otros. El
comercio se iba modernizando; adaptando a los obligados tiempos que se echaban
encima. A los de la luz eléctrica de noche y día, a los de la radio y la
televisión. Todavía, al final de la década de 1960, la plaza conservaba, al
menos, dos de aquellos comercios que habían subsistido a lo largo del siglo, y
del tiempo: la Confitería de La Azucena y los Almacenes Ridruejo.
Mariano Moreno Moreno (en el centro), fundador de Almacenes Casa Moreno, de Atienza, ante su sucursal de la Plaza del Mercado -la central se encontraba en la plaza del Ayuntamiento |
La Azucena era una de esas tiendas que se
llenaban de todo aquello que podía llevarse a la boca. Pero no sólo era eso. La
Azucena alcanzó renombre literario a través de Gerardo Diego y de su entonces propietario,
Tomás Gómez, poeta de campo de los de Castilla.
Se cerraron los grandes portalones y los
vetustos edificios quedaron en el silencio de las noches de luna, después de
que por ellas, incluso, pasase en forma de personaje de novela un tal Pepe
Fajardo a quien Benito Pérez Galdós lo hizo Marqués de Beramendi y lo puso a
vivir allí.
Para finales del siglo XX un único comercio
quedaba con las puertas abiertas al universo de la plaza, Almacenes Ridruejo.
Detrás de su histórico mostrador todavía estaba su propietario, el señor Pedro,
uno de aquellos hombres “del comercio” de toda la vida, que recibía a
cuantos entraban en él con la sonrisa puesta y la elegancia en el vestir que
siempre distinguió a los antiguos hombres “del comercio” elegante de
toda la vida.
Aquel hombre había conservado aquella tienda,
bajo los soportales de lo que fuese Casa del Cabildo, como el primer día que su
padre abrió sus puertas, sucursal de otro de esos comercios berlangueses de
toda la vida, que de Berlanga venía, aunque los géneros se fuesen almacenando
en sus anaqueles, o en la trastienda, con el sabor añejo de las boticas de
pueblo donde alrededor de la mesa camilla, al calor del brasero, se mantenían
tertulias o trataba de arreglarse el mundo en lo posible.
A su muerte, y como heredero del oficio,
quedó su hijo, también Pedro, nieto del fundador. Toda la vida detrás de un
mostrador viendo pasar la vida de una de las más elegantes plazas de la
provincia de Guadalajara. Tal vez, si hoy le preguntasen, diría que no sabría
hacer otra cosa. Que aquel oficio lo aprendió desde su nacimiento y en él sigue
y le gustaría seguir hasta que se apague su último día.
En la antigua Casa del Cabildo situó Pérez Gadós el palacio del Marqués de Beramendi |
Puede que sea el último comercio histórico
de los que quedan en toda la Serranía de Atienza. El único con solera de la
villa. Su exterior mantiene la estampa de postal que se llevan los visitantes
en sus recuerdos. El interior se conserva como si fuese el primer día que se
abrieron sus puertas. Las viejas columnas de hierro que sostienen el entramado de
la viguería del viejo edificio… El mostrador de madera, bruñido por las miles
de manos que le fueron sacando brillo y dando vida… Los anaqueles repletos de
géneros… Tan sólo una cosa ha cambiado, los productos que se ofertan. Los
embalajes, los envoltorios… Cosa de los tiempos. Pero allí, dentro del
comercio, se sigue respirando el espíritu de la vieja Atienza, de la vieja
Serranía. Nada tiene que ver con los grandes espacios de los modernos
hipermercados. Allí dentro se respira humanidad. Hoy, cuando en la Serranía de
Atienza todo parece relegado al silencio, cuando se cierran escuelas; cuando la
vida se rige y dirige desde despachos oficiales a golpe de tecla de ordenador,
todavía siguen quedando, cada vez menos, también es cierto, al menos, unas
palabras, un lugar en las memorias.
La de San Juan de Atienza, una de las
grandes plazas de la provincia, antes conocida por la grandeza de sus
comercios, y de su vida; conocida hoy por la vistosidad elegante de sus
edificios, conserva, todavía, uno de esos por los que pasó y pasa la vida.
Cuando nos queramos dar cuenta, sucederá con
este lo que con los que le acompañaron a lo largo del siglo XX, cerrará sus
puertas, aunque ya, en una página cualquiera de un periódico provincial, junto
a la esquela de su defunción, no figurará aquello de “del comercio”. Su
cierre pasará inadvertido. Y se cerrará una página de historia. De esa historia
que documenta la vida de un pueblo. Y que debería de ser, como el pueblo,
monumento. Porque es el único comercio histórico de la villa vieja, de la
serranía inmemorial. El único que mantiene el hálito de una historia trenzada,
como la madera que lo sustenta, con latido de tradición y alma de sinceridad
sin tacha.
Lo malo es que, lo poco, por poco, pasa desapercibido.
Y estos comercios son ya tan pocos… que pocos se fijan en ellos. Y a ellos, la
inmensa mayoría de los hijos de pueblo, hemos de estar agradecidos. Porque nos
enseñaron las novedades del mundo. Y son, al día de hoy, un épico romance en la
memoria.
Tomás Gismera
Velasco
Nueva Alcarria, 24
de noviembre 2017