Cuando José Antonio Ochaíta se convirtió en
leyenda
El amanecer de la festividad del Carmen, día
grande de las fiestas de Pastrana, aquel 17 de julio de 1973, se rompió con el
murmullo que anunciaban los encierros, el disparo de cohetes, el aleteo poético
de las palomas buscando refugio entre los trigales a punto de siega y el alegre
pasacalle que se marcaron los músicos despertando al vecindario.
Los encierros esencia de la fiesta, a pesar
del gentío, transcurrieron sin incidentes y la Colegiata se revistió de lujo a
media mañana para que don Licinio dirigiese la función a la que asistió el
pueblo con sus autoridades al frente; y la tarde sesteó por la Vega del Arlés,
que pone colores de terciopelo, en esa espera que hace que las horas
transcurran lentas, aguardando con impaciencia la función nocturna.
Los Versos a Medianoche eran ya una
institución surgida de la pasión de los poetas de la provincia, y de más allá,
y ese recital poético se esperaba poco menos que con veneración.
No en vano a Pastrana llegó lo más florido
de la poesía provincial abanderada claro está por José Antonio Ochaíta. Con él llegaron
sus compañeros de verso, los componentes del Núcleo Pedro González de Mendoza,
herederos de aquellos colmeneros que en Madrid, capitaneados por don Paco
Layna, intentaron movimientos culturales con hálitos de llegar lejos en su
vuelo; que fue corto para la amplitud de los cielos alcarreños.
Pero ahí estaban, en representación del
Núcleo, una especie de aula ensalzadora de las mieles provinciales, abierta
entre Madrid y Guadalajara, Ángel
Montero Herreros, Bernardino Pradel, Manuel Revuelta, José Sanz y Díaz, Paco
Cortijo Ayuso... lo más granado de la cultura guadalajareña del momento. La del
corazón partido entre los esplegares de la tierra madre y la madrileña de
acogida. Todos pertenecían a aquella
fundación cultural, ensalzadora del amor patrio, que se llamó Casa de
Guadalajara en Madrid. Su capitán, su presidente, estaba al frente de todos
ellos la noche de Pastrana. Estaba también prevista la presencia de las
autoridades provinciales, la ocasión lo merecía.
Caída ya la tarde José Antonio Ochaíta y
Rafael Duyós, el médico poeta y monje, marcharon a buscar a Carlos Murciano,
que en la Alcarria enhebraba versos con sabor a tierras del Sur, y al regresar
a Pastrana, frente al cementerio de Hontoba, José Antonio Ochaíta, con la
mirada perdida en el horizonte les confesó cuánto le gustaría descansar en un
cementerio como aquel, y la conversación se tornó triste con la mención de los
camposantos que cada uno recordaba. De los cementerios en los que reposaban, a
la eternidad eterna de los siglos, los huesos sagrados de los suyos.
Ya anochecido y con los versos puestos, José
Antonio Ochaíta, del brazo de don Paco Cortijo, que además de médico era el
alcalde del pueblo, salió de la Favorita, la pensión en la que se hospedaba
desde el día de antes. La misma en la que se hospedó don Camilo José Cela en su
paseo alcarreño y que acogió alguna que otra de las personalidades que por
Pastrana, para cantar y pintar sus tierras, buscaron aposento. Salió en
compañía de José Antonio Suárez de Puga; de Fray Antolín Abad, Manolo Revuelta,
Ángel Montero, Baldomero García, Carlos Murciano, Rafael Duyós... En su cabeza
llevaba la idea, para cuando le llegase el momento de tomar la palabra, de
hacer un breve recuerdo de Valentín Fernández Cuevas, compañero de pasiones
alcarreñas, escapado del mundo, apenas hacía veinte días.
Los pastraneros se fueron apartando a su
paso regalándoles calle Mayor como si aquellos fueran la cuadrilla que en tarde
de toros refundida en noche de luceros había de capear el temporal de Pastrana.
Una Pastrana iluminada por una luna bruñida que soltaba destellos de oro sobre
las piedras palaciegas y encallejonadas de una de las poblaciones más
auténticas de la Alcarria eterna.
Un aplauso cerrado les dio la bienvenida al
improvisado escenario levantado frente a la entrada de la Colegiata. Se cruzaron
saludos con los presentes y Baldomero García que hacía las veces de maestro de
ceremonias tomó la palabra. En las primeras filas estaban las autoridades
provinciales y locales, el Gobernador Civil; el Presidente de la Diputación; el Alcalde capitalino; los amigos del Núcleo,
de la Casa de Guadalajara y muchos más
que arropaban con su presencia a quienes iban a intervenir en aquella moche de
los poetas, para los poetas; y para los amantes de la poesía.
Tras las palabras de Baldomero García
Jiménez, Manuel Revuelta subió al estrado para presentar el acto y a los
actores, y durante unos minutos habló con voz apasionada de la Pastrana que los
acogía; de la mística y ducal; de su historia y de sus gentes. Y devolvió la
palabra a Baldomero, iniciando la velada poética con "El canto
heráldico de Pastrana".
La oscuridad, de no ser por el resplandor de
la luna pudiera haber sido absoluta; una luz difusa señalaba el atril; no se
necesita más. La poesía es así.
Don Baldomero, al concluir, presentó al
primer vate de la noche, a Rafael Duyós, que recitó tres poemas de contenido
teresiano. José Antonio Suárez de Puga evocó a San Juan de la Cruz, y finalizó
con dos sonetos amorosos. Francisco Garfias no pudo asistir, en el último
momento una indisposición repentina lo encerró en casa y Carlos Murciano, subió
para recitar unas composiciones de profundo sentimiento. José Antonio Ochaíta le
pidió que cerrase el acto pero Carlos Murciano no quiso, ese honor había de
corresponder al poeta de Guadalajara. Al hombre que, desde los escenarios de
media España, proclamaba que nació allí donde la Alcarria se viste de perfume.
José Antonio Ochaíta sonrió, habló con sus
compañeros de su tierra de cera y miel, de su Jadraque y de su madre, doña
Cesárea, que descansaba en aquellas tierras cidianas, desde hacía quince años.
José Antonio en este día parecía tener una fijación obsesiva con la muerte. Antes
de levantarse, a don Francisco Cortijo Ayuso le volvió a repetir aquello de que
morir en Pastrana sería la mayor gracia que Dios le pudiera conceder, y tanto don
Paco como quienes se lo escucharon sonrieron
por el cumplido. Don Paco los tranquilizó, a Ochaíta, le quedaban muchos
versos por recitar.
La palmada del amigo le hizo despertar de su
ensimismamiento cuando Baldomero acababa de hacer su presentación diciendo que
era como un árbol plantado a la orilla de cualquiera de nuestros caminos.
Pero José Antonio no era el mismo de la
mañana, ni de la tarde. Algo había cambiado en su gesto, y en su mirada. Algo
que le hurgaba por dentro. Lo advirtieron quienes lo conocían. Se levantó
sonriente, atiborrándose de aplausos que le trajeron a la memoria los estrenos
en noche de teatro; era la estrella que con más fuerza brillaba en esos minutos
finales de la noche del Carmen. Con esa elegancia que le caracterizaba, ocupó
su lugar frente al atril; saludó a Baldomero y con un gesto que de tanto
repetir se convirtió en monótono, depositó sus cuartillas bajo el dedo de la
bombilla.
Puesto en pie con los brazos en alto, tensos
los músculos, agitando las manos en la oscuridad, comenzó a recitar el primero
de sus poemas, "Manos nuevas para mi tierra vieja", su canto
pasional a esa Alcarria guadalajareña que le vio nacer: Tengo la Alcarria
entre mis manos...
Interrumpió bruscamente su poema, fueron
apenas unos segundos que pasaron desapercibidos. Acto seguido cayó al suelo
como un muñeco roto. Se levantaron las autoridades y hacia él corrieron los
amigos y compañeros. José Antonio Ochaíta acaba de caer herido por el rayo de
la muerte. Durante más de media hora se le trató de reanimar, pero todo resultó
inútil; el espíritu del poeta, su alma, su verso y su prosa, pertenecían ya a
la Alcarria de sus sueños. La luna que tintineaba sobre la villa ducal había
sobrepasado la línea que marcaba el inicio del día nuevo; del 18 de julio de
1973.
De madrugada cuando las tierras alcarreñas
comenzaban a despertar a la realidad, el cuerpo de José Antonio Ochaíta inició
el definitivo retorno a su Jadraque natal. Una triste comitiva seguía el furgón
que llevaba su cuerpo, hecho recuerdo en la memoria de cuantos le conocieron.
Resonaban en las cunetas de la carretera los versos por él escritos que
parecían estar hechos para ser prefacio de su lápida.
A las siete de la tarde del 18 de julio de
1973 José Antonio Ochaíta más presente que nunca en la memoria viva de
Guadalajara descendió a la sepultura para convertirse en un personaje de
leyenda. Mientras Carlos Murciano se apresuraba a hilvanar unos versos para la
hora de su despedida: Morir con el verso puesto, en una plaza de España…
Morir con los versos puestos, y entre tus manos… tu Alcarria.
Tomás
Gismera Velasco
Guadalajara
en la memoria
Nueva
Alcarria, Guadalajara, 20 de julio de 2018