viernes, 13 de julio de 2018

MEMORIA DE ANDRÉS ANTÓN. El Gayarre de Iriépal


MEMORIA DE ANDRÉS ANTÓN.
El Gayarre de Iriépal


   Dos noticias, relacionadas con España, llevaba en portada el más que popular Diario de La Marina, el periódico por excelencia de Cuba, publicado en La Habana, del lunes 17 de julio de 1933. Una de ellas hacia relación a la infructuosa búsqueda del avión Cuatro Vientos que, a prácticamente un mes de su desaparición, se continuaba buscando por las enriscadas selvas guatemaltecas y mexicanas. La otra daba cuenta del fallecimiento de un personaje a quien daban el título de “Gran Artista Español”. Se trataba de Andrés Antón Sánchez quien, en el inicio del ocaso de su vida eligió como lugar de reposo, a la espera del último adiós, después de haber recorrido el mundo de extremo a extremo, la capital cubana. 


   El periódico, en su portada, con la imagen del personaje, hacía un breve comentario para poner al lector en el conocimiento del hombre: Don Andrés Antón, cuya muerte pone un crespón de luto al arte del bel canto, donde cosechó inmarcesibles laureles como tenor, compitiendo dignamente con el gran Gayarre…

   Estaba casado con una de las grandes divas de la ópera italiana, María Bianchi Fiori, y tenían un hijo, Antonio, a la sazón, presidente de la Asociación de Comerciantes de La Habana.

   Don Andrés Antón había fallecido el día anterior, 16 de julio, en su domicilio de El Vedado, en la calle del Paseo, y fue enterrado ese lunes, 17 de julio, en el Cementerio Colón, un acto que se vio concurridísimo, y al que asistieron desde las primeras autoridades de la ciudad, a un numerosísimo público representando a todas las clases sociales de la isla. Incluida la no menos numerosa colonia española con la que don Andrés llevaba colaborando desde que llegó a la isla. Su enfermedad había sido seguida, a través de la prensa, por cuantos españoles lo admiraban como a uno de esos ídolos a los que se respeta y admira, desde Madrid a Moscú.


   Su vida, hasta aquel momento, pudiera haber formado parte del guion de una novela. En aquellos tiempos la vida de los grandes personajes que surgen de lo más bajo del pueblo se escribía con signos de admiración; como se escribió la vida y obra de Julián Gayarre. A don Andrés Antón para entrar en la gloria de las leyendas le faltó morir como Gayarre, en plenitud de éxito y lleno de juventud. Don Andrés, cuando murió, contaba con la nada desdeñable edad de 80 años.

   Mucha era la distancia que desde su lugar de nacimiento había hasta La Habana. La noticia de su muerte se conoció en su pueblo, Iriépal, una semana después de su entierro, al mismo tiempo que la noticia dio la vuelta por Guadalajara.

   Hacía casi veinte años que se despidió de la provincia, y definitivamente de España, en el mes de febrero de 1916 cuando, en una de sus visitas, a Guadalajara y Madrid, le fue propuesto un homenaje en el teatro Campoamor de Oviedo. Un homenaje que estuvo promovido por el ministro don Nicolás Rivero y en donde, por última vez, interpretó el papel del rey Fernando de la ópera de Donizetti. La Favorita. Lejanos, que no olvidados, quedaban los tiempos en los que solicitó de la Diputación Provincial de Guadalajara una pensión económica que le ayudase a marchar a Italia para, en Milán, perfeccionarse en el arte del canto. La Diputación lo pensionó y le concedió dos mil pesetas en tres plazos, uno de 750 y dos de 625. Corría el año de 1878.

   Previamente, don Andrés Antón había dado, en el teatro de la capital de la provincia, a beneficio de los establecimientos de la Beneficencia Provincial, un multitudinario concierto el 5 de noviembre, al que asistieron las llamadas fuerzas vivas de la provincia y la ciudad.

   Había nacido, sí, en Iriépal, al ladito de Guadalajara, en 1853. Desde Iriépal, porque parece que se le daba bien lo de la música, lo mandaron sus padres a Guadalajara, a la academia de don Apolinar Barbero, que tantos músicos de fama dio a la provincia. Desde la academia de don Apolinar a la de Música y Declamación de Madrid donde, con excelentes notas, se doctoró en tocar alguno de aquellos instrumentos musicales que podían conducir a la fama: violín, guitarra, piano… Y como violinista entró a formar parte, con apenas dieciocho años, en la orquesta del Teatro Real, hasta que le dio por educar a la voz, y dedicarse al canto. Antes había tratado de ganarse el pan, mientras estudiaba música; por las noches tocando el violín por los cafés de Madrid a cambio de unas monedas. Por las mañanas haciendo lo mismo a la puerta de las iglesias.



   El erudito don Juan Diges Antón, ante uno de los grandes éxitos de nuestro tenor, quizá el que en Madrid lo lanzó a la fama en la temporada de 1885, escribía en la prensa alcarreña: Recordamos haber visto muchas veces al Sr. Antón venir del inmediato pueblo de Iriépal a recibir las primeras lecciones musicales. ¿Quién podía presumir entonces que aquel que con su cartera terciada a guisa de bandolera pasaba por el ventorro de Tetuán, Barrionuevo alta y entraba en Santa María la Mayor o en casa de don Marcos Cogolludo, sería el Antón que…?

   Que logró uno de los mayores éxitos de aquella temporada en el teatro Real. Tanto que, como si fuese un torero, fue sacado a hombros del teatro; paseado a hombros por las calles de Madrid, y a hombros llevado hasta las puertas de su casa, en la plaza de Isabel II.

   Del éxito de aquella noche, la del 10 de abril de 1885 se hicieron eco, en primera página, la mayoría de los periódicos de Madrid: El triunfo que alcanzó el señor Antón será uno de los más gloriosos que tenga en su carrera artística… decían. Y, para más gloria, a la representación asistió la totalidad de la familia real, con don Alfonso XII a la cabeza. Llegaba, don Andrés Antón, desde la Scala de Milán, donde había cantado con Adelina Patti, y comenzaba a ser la sombra del gran Julián Gayarre.

   Arruinado, también llegaba, pues después de haber hecho una gira de dos años por Italia, media Europa y llegado hasta Moscú, imprescindible en el mundo de la ópera, y logrado ahorrar un buen capital, depositado en una banca inglesa, la banca inglesa se marchó al garete y el capital ahorrado se esfumó, como el humo, en el aire.

   Y, cosa de los genios, llegaba: sin renunciar a su origen, sin desmentir su modesta cuna, antes bien, cifrando glorias en la humildad de su procedencia, lo primero que hizo al llegar a Madrid fue traerse a su anciana madre y presentarla a todo el mundo…

   Y luego, nuevamente, tras el éxito madrileño, a recorrer el mundo. A Roma, a Milán, a Venecia, Turín, París, Moscú; Buenos Aires, Caracas, Nueva York…

  Recorrió el mundo; fundó su propia compañía; ganó una pequeña fortuna y después se retiró, cuando la voz le comenzó a fallar. Se estableció primero en Caracas, cuando el siglo XX comenzaba a dar sus primeros pasos; más tarde se afincó en La Habana, donde lo nombraron profesor de la Escuela Nacional de Música, y allí se quedó, a formar talentos y cantar habaneras. Mientras pudo. Pocos, muy pocos, conocían en La Habana que don Andrés Antón había nacido en un pueblecito de Guadalajara llamado Iriépal, que su padre fue el secretario del Ayuntamiento y, cosa de los tiempos, también fue sacristán de la iglesia del pueblo, organista y maestro de primeras letras. Y que, de su oficio de sacristán y de organista, surgió en su hijo Andrés la afición por la música y, una cosa lleva a la otra, por el canto.


   Y pocos, muy pocos, en la provincia de Guadalajara, recordaban que don Andrés Antón había sido aquel muchacho espigado y soñador que cantó la misa cuando el Ayuntamiento de Guadalajara nombró patrona de la ciudad a Nuestra Señora de la Antigua y, en recompensa, el municipio le brindó un álbum con la firma de todos los concejales. Y pocos conocían que la fama, en Roma, le llegó cuando tuvo que suplir a Julián Gayarre y la prensa italiana, tan entendida en lo que a ópera se refería, escribió de él que superaba al roncalés, sino por la potencia de su voz, si por su acento dramático.

   Quizá por todo ello fue uno de los grandes de su tiempo. De los más grandes cantantes que la ópera de finales del siglo XIX conoció. Y nació en un pueblecito de la provincia de Guadalajara, llamado Iriépal.

Tomás Gismera Velasco
Guadalajara en la Memoria
Semanario Nueva Alcarria. Guadalajara, 13 de julio de 2018