viernes, 3 de agosto de 2018

ATIENZA, MEMORIAS DE LA ELECTRICIDAD. El 18 de marzo de 1905 llegaron a Atienza la luz eléctrica, y las tormentas

ATIENZA, MEMORIAS DE LA ELECTRICIDAD.
El 18 de marzo de 1905 llegaron a Atienza la luz eléctrica, y las tormentas


   Se cuenta por estos pagos, como por otros lugares, aquí con visos de realidad pues conocemos el nombre, que Saturnino Aldea, natural de Somolinos, la tarde noche del jueves 1 de marzo de 1905 en la que se puso en movimiento a modo de prueba el mecanismo que había de llevar la luz eléctrica a la villa de Atienza, cuando las autoridades se dispusieron a darle a la palanca que movería la dinamo, montó en su borrica y la espoleó con todas sus fuerzas con el fin de llegar jinete y burra a la noble villa antes de que, a través del cablerío atado a los postes que pasaron a formar parte del paisaje, la corriente iluminase la plaza Mayor de la población y la fachada de su Ayuntamiento en donde, con bujías de colores, se había trazado un “Viva Atienza”. Eran las vísperas de una de las ferias más prestigiosas de la comarca, de la provincia, y de una parte de Castilla.



   El trazado había comenzado a finales del siglo XIX, sobre las instalaciones que anteriormente fueron molino, fábrica de papel y martinete de cobre, aprovechando el flujo de las aguas de su famosa laguna. La fábrica de luz que iluminaría las noches ostentó un pomposo nombre: “La Eléctrica de Santa Teresa”, al igual que los molinos que gestionó la compañía, y la fábrica de harinas levantada sobre el histórico solar del centenario convento de San Francisco de Atienza. Los industriales de la luz solían recurrir al amparo y santidad de nuestros grandes personajes místicos a fin de buscar con ellos, de alguna manera, la protección que necesitaban para su industria.

   No fue Atienza, ni mucho menos, de las primeras poblaciones en gozar de aquel adelanto que venía con el siglo XX. Quizá por historia y posición social dentro de la provincia le hubiese correspondido un poco antes; pero fueron muchas las poblaciones que se le adelantaron. Cuentan que, aquella tarde noche en que por vez primera llegó la luz eléctrica a la plaza Mayor, el resplandor y claridad fue tan grande que en lugar de oscurecer, pareciese que venía el día: la luz no puede ser más clara, nos decían; transformando como por arte de magia las vetustas calles, encerradas en el siglo XIII, en la modernidad del siglo de las luces: el fluido destinado a disipar las sombras de la noche, tiene toda la importancia de un paso hacia adelante en el progreso de la humanidad y los hilos que hoy cruzan estas vetustas calles son conductores de civilización y de prosperidad.

   Hasta entonces la iluminación de los lugares públicos se venía haciendo a través de lámparas de petróleo, de cuyo encendido y apagado se encargaban los serenos municipales. Las casas particulares se iluminaban con los ya históricos candiles; y las iglesias con el permanente oscilar de la llamita de los velones que tantos incendios provocó.



   La luz eléctrica, que se inauguró oficialmente el 18 de marzo de 1905 no lo hizo, lo de provocar incendios, aunque más de cuatro paisanos se quedaron pegados a los cables y en ellos se dejaron la vida, con lo que comenzó a temerse que la Divinidad castigaba, como  no podía ser de otra manera, el diabólico invento. Así se vio, al menos en Atienza, cuando el panadero Félix Oliva Andrés, con tahona en el barrio de San Gil, se puso a cambiar la bombilla fundida en mitad de una tormenta y el latigazo eléctrico lo dejó en el sitio. Aquella tormenta, histórica en Atienza, fue la que despertó a todos los hijos de la villa, dispuesto a no consentir ni una más.

   Fue el 27 de junio de 1906, tras un año en el que parece que las tormentas, desde la llegada de la luz eléctrica, tomaron un auge especial. Aquella del 27 de junio fue también especial. Llegó a la hora que solían llegar las tormentas, después del mediodía y antes de la media tarde, anunciándose a golpe de prorrompompón tronero desde la serranía. Y desde la Serranía, o sea, desde Somolinos, los rayos vinieron haciendo estragos con todas las bombillas y aparatos eléctricos de las poblaciones de paso. Por aquellos pueblos descargó el granizo sus pelotas de hielo, gordas como huevos de dos yemas, que arrasaron con el cereal y los frutales. Cuando llegó a Atienza había perdido algo de fuerza, a pesar de ello también aquí arrasó la mayoría de las cosechas. Lo que quedaba, ya que otra anterior, a la mitad del mes, vapuleó la tierra de lo lindo. La del 27 dejó sin bombillas a quienes disponían de ellas; se llevó la vida de Félix Oliva y el tejado de la fábrica de la Eléctrica de Santa Teresa; otro rayo, este con peor sombra, entró por la boca de la chimenea de la torre del castillo haciéndole un siete en uno de sus muros, de tamaño calibre que se tardaron cincuenta años en echar el remiendo. Y aún cayeron otros cuantos por el barrio de Portacaballos, uno de los cuales se paseó por una de las casas cascando todas las cazuelas.



   El debate estaba servido entre las buenas gentes de Atienza. Entendiendo que de poco servía en esta ocasión acudir a los rituales de costumbre, peticionarios de favor. Puesto que todas las primaveras, desde que llegaron a Atienza y por cuenta del Concejo, se invocó agua y buena cosecha a la reliquia por excelencia de la villa, sus Santas Espinas. Hubo quien, nos lo contó quien entonces fuese maestra de la villa, Isabel Muñoz Caravaca, achacó el desastre a los cofrades de la hermandad de los arrieros, dispuestos a romper tradiciones a conveniencia de intereses personales; ya que por aquellos tiempos los cofrades se almorzaban, tras el cocido de rigor, siete carneros. Aquel año, rompiendo la tradición, que las tradiciones están para romperse cuando apetece a los ediles, se metieron entre pecho y espalda siete corderos, bien regados de tinto. Y no había santo, ni reliquia, a la que pedir el final del torrente nuboso.

   Pero no fue eso lo peor. Puesto que lo peor estaba por llegar. Alguien anunció que para el 29 de julio, otra de aquellas tormentas no sólo terminaría con lo poco que quedaba, sino que arrasaría  la tierra toda en lo que había de ser… ¡el fin del mundo!

   Los ojos se volvieron, tras invocar a la divinidad, hacía don Saturnino Pinilla “el Americano”, don Miguel Remartínez y don Jorge de la Guardia, tres de los principales promotores de que hasta Atienza llegase la energía eléctrica a través de la Santa Teresa. Dos médicos, don Miguel y don Jorge, y un industrial soriano de altas miras, don Saturnino.

   Los sabios atencinos llegaron a la conclusión de que los 4.000 voltios que generaba la fábrica de luz, entonces capaces de suministrar energía a Somolinos, Ujados, Hijes, Miedes y Atienza, y que hoy no bastarían para el servicio de un solo domicilio particular, eran los causantes de los desastres que, desde la primavera de 1905, se venían sucediendo. Cuatro mil voltios generados a través de una turbina movida por un motor de 87 caballos de potencia con un alternador de 45 kilovatios. Lo había montado la casa Riley, de Madrid, bajo la dirección del Ingeniero D. Hilario Blanch, rompiendo la tradición en la comarca, ya que hasta entonces los ingenieros, montadores y maquinaria llegaron de Zaragoza.

   Setenta lámparas de 16 bugías había repartidas por las calles de Atienza, y dos grandes focos, de cincuenta bujías cada uno, en el centro de sus dos plazas principales, la de San Juan y la Mayor, entonces llamada “De la Constitución”.

   Lejos estaban de Atienza los tres hombres responsables de la compañía, don Saturnino Pinilla en su localidad natal de Tera, en la provincia de Soria. Los médicos en Miedes.

   Quizá la distancia los salvó de la ira popular, pues el 29 de junio, después del entierro de Félix Oliva, más de cien hombres se dirigieron a la casa del alcalde, don Juan Asenjo Landeras, con intención de que diese órdenes para que la Eléctrica dejase de funcionar, ya que se llegó a la conclusión de que los cables del tendido eléctrico atraían las tormentas.

   Varias docenas de hombres más se dirigieron a la fábrica, y allí comenzaron a destrozar las instalaciones. La Guardia civil tuvo que intervenir y obligar por la fuerza a que los hombres volviesen a sus casas, convenciéndolos, como se pudo, de que nada tenían que ver las fuerzas naturales con la maquinaría instalada por los hombres y, aunque no muy convencidos, aceptaron esperar a ver qué sucedía aquel 29 de julio. Y no sucedió nada.



   Y más de cuatro sonrieron, como lo hizo Saturnino Aldea cuando, al amanecer del viernes 2 de marzo de 1905 entró en Atienza a lomos de su borrica y las lámparas de la plaza estaban apagadas. Siempre supuso que, saliendo del mismo lugar al mismo tiempo, él había llegado a Atienza a lomos de la burra antes que la luz eléctrica a través de los cables. Nadie le dijo que la luz se encendía al anochecer y se apagaba con las primeras luces del día. De haberse cruzado con doña Isabel le habría dicho lo que repitió durante muchos días: “no hemos vuelto del susto todavía”. Pero los de Atienza, dormían.

   Memoria de un tiempo cargado de inocencia, novedades y fuerzas naturales que, hoy como ayer, nos hacen la visita cuando menos lo esperamos, a golpe de porrompompón.

Tomás Gismera Velasco
Guadalajara en la Memoria
Nueva Alcarria, Guadalajara, 3 de agosto 2018