GALVE
DE SORBE: PINOCHOS DE LUNA.
Memoria
de sus pinos, y sus pinares
Que nada tienen que ver, los Pinochos de Luna, con el famoso muñeco
al que le crecía la nariz según las circunstancias. Salvo que ambos, los Pinochos y el muñeco, eran de madera.
Hacen referencia, los Pinochos
serranos, a los pinos, que tanto se dan en esta tierra a medio camino entre las
dos Castillas; y recogía el resulto de la palabra don Manuel Pérez Villamil
cuando hace más de cien años se echó las alforjas al hombro y caminó la tierra
de Atienza hasta la cumbre del Alto Rey a lomos de mula desde su natal Sigüenza
con deseos de conocer esta tierra y su monte mágico, o mítico, o ambas cosas.
Un
monte que luce por estos días en
plenitud de fortaleza vital. Eso sí, con viento fresco, porque en lo
alto de la cumbre el viento cimbrea los pensamientos más sensatos. A pesar de
ello es una delicia subirse a la cima de nuestro mundo serrano y echar la
mirada al horizonte para contemplar la lindeza de una tierra de por sí hermosa,
única y sin igual. Y es que la tierra de cada cual es la más hermosa que cabe
imaginar; que para eso es la propia.
Es toda una lección de sabiduría popular la que nos legó Pérez Villamil al
regreso de aquel viaje, y una delicia volver a recorrer los caminos hoy
borrados por el paso del tiempo y de las jaras, estepas por algunos pagos, que
retornando a sus dominios todo lo envuelven, a falta de tahonero que salga en
su búsqueda para mantener sus hornos y ofrecernos el pan de cada día con olor a
verdad.
Desde la cumbre se observan hacía Poniente los extensos pinares que con
la llegada del otoño se convierten en un vergel para los buscadores de hongos.
Una extensión que desde lo alto apenas se aprecia envuelto en cumbres y brumas,
y que en los mapas envuelve el pliegue de tres o cuatro provincias, según se
mire.
También en los tiempos de don Manuel Pérez Villamil se miraba a los
pinares, pero con otros ojos. Los pinos servían para mucho más que ser la
sombra de nuestros extraordinarios boletus y los no menos exquisitos níscalos
que si septiembre llega con agua, colmarán más de un plato.
A
don Manuel Pérez Villamil le mostraron, por estas tierras y en aquellos lejanos
años, que los Pinochos de Luna no
eran exclusivos de Galve, sino que se extendían por tierras de los Condemios,
Campisábalos y aún por las veredas que bajan desde la montaña sagrada hacía
Albendiego y poblaciones vecinas. Aunque de ellos le hablaron aquí, en Galve.
Más tarde también se escucharía algo semejante por Albendiego.
Albendiego durante mucho tiempo fue seña de identidad a través de la
madera. Los mueblistas de esta localidad tuvieron fama más que merecida por sus
exquisitos trabajos en la capital del reino, y aquí, en este hoy apartado
rincón provincial tuvo subsede uno de los famosos cinco gremios de la capital
de España.
Ir de pinochos era cosa de
mujeres. Y es que las mujeres serranas fueron, quizá, a la hora de levantar una
casa, o mantenerla, más valerosas que los hombres. O estaban hechas de otra
pasta, de madera de boj, que es dura y resiste. La mujer serrana levantó estas
tierras a fuerza de sangre, sudor y lágrimas. Mientras el hombre acudía al
campo, o a la taberna, ellas hacían la casa, criaban a los hijos, atendían la
huerta, el rebaño, el gallinero, los cerdos, preparaban la comida y, por la
noche, salían de pinochos.
Los pinares de Galve siempre fueron de lo más productivo de este rincón
terrenal de una Guadalajara que hoy mira hacía los extremos del Henares rayanos
con otra provincia, la de Madrid. Extremos
que visten corbata y han olvidado las delicias del campo. Ha quedado este
rincón para otear caprichos. Para descanso vacacional y echar de menos lo que
falta, que mucho es. No se puede culpar a nadie de las carencias. Todos somos
un poco responsables, cada cual a su
manera. Las autoridades porque fiaron en los ciudadanos; los ciudadanos
porque fiaron en las autoridades, y así pasaron los años y así nos va yendo y
nos fue.
Codiciados fueron también los pinares de Galve, tanto que sus gentes usaron
su madera para todo. Para levantar y calentar sus casas, y para obtener unos
ingresos necesarios en tiempos en los que el sobrevivir no dependía de una
pensión cobradera a fin de mes; sino de un jornal cobradero al final del día. Y
escaso, muy escaso. Tanto que apenas llegaba para unas hogazas de pan, o media
libra de carne. Y comer había que hacerlo todos los días.
No fueron pocos los vecinos de la población que a lo largo del siglo XIX
pasaron por los juzgados de Atienza, procesados por las talas ilegales. Y largo
y farragoso como pocos fue un pleito que el Concejo de Galve sostuvo con sus
aldeas vecinas de Palancares, La Huerce, Valdepinillos, Umbralejo, Valverde y
Zarzuela, los lugares de su tierra, por la posesión y uso y disfrute de los
pinares. Batalla judicial que se extendió en el tiempo por treinta o más años
para encontrarse, los lugares de la tierra que lo que habían disfrutado desde
más de cien años atrás, con un juez que les decía que era ilegal lo que hacían y
que a partir de entonces, 3 de marzo de 1865, fecha de la sentencia, el uso y
disfrute de aquellos pinares correspondía, entera y verdaderamente al Concejo
de Galve, y aquellos que lo habían usado estaban condenados a pagar una
indemnización por el uso y disfrute, y a no perturbar la paz social de la
galvita villa.
Que bastante perturbada estaba ya a cuenta del pinar, y de un suceso
acaecido el 11 de agosto de 1856. Producto, quizá, de los Pinochos de Luna.
Es el caso que aquel 11 de agosto de 1856 los pinares de Galve se convirtieron
en una tea imposible de dominar. Uno de esos incendios malintencionados arrasó
con medio término y se llevó por delante unas cuantas hectáreas de pino. Y unos
cuantos miles de troncos. Y todo había dado comienzo con una investigación
rutinaria por unos guardas forestales recién llegados a la población, que
sospecharon que a las puertas de las casas de los vecinos de la villa se
almacenaba, de cara al invierno, más leña de la autorizada.
La autorizada eran ciento setenta pinos. La corta ilegal estimada dos mil y ciento. Y todo el pueblo
comprometido. Tan comprometido que para borrar el desafuero cometido en el pinar, no se ocurrió
otra cosa que prenderle fuego, para de esa manera borrar las pistas; que ya
estaban a las puertas de cada uno de los vecinos del lugar, y no se podían
borrar. Inocencia del tiempo.
El Gobierno civil de Guadalajara hubo de intervenir en el asunto,
procesando, multando al alcalde, concejales y guardas de monte. Al concejo se
le multó con mil reales; quinientos al señor alcalde; trescientos al secretario
y doscientos que habían de satisfacer los ediles. Que por supuesto, quedaban
cesados en sus cargos, al igual que los guardas de monte del partido de Atienza
por omisión de sus obligaciones, a más de los cargos penales que les pudiesen
corresponder, y les correspondieron.
Y
es que los incendios fueron, por aquellos tiempos y hasta bien entrado el siglo
XX, el pan de cada día. El jarro de agua con el que aplacar la sed. La
necesidad de un poco de madera de más, con la que sacar unas perras con las que
llevar a casa un poco de pan, aunque fuese a costa de eso, de lo que hoy
llamaríamos, poco menos, que conducta criminal. Pero habría que ponerse en la
piel de aquellas gentes que necesitaban, y no tenían otra cosa.
De
ahí que por esta tierra, en las noches de luna, las mujeres saliesen a los
pinares, con un hachuelo a la espalda y unas alforjas en las que echar aquellos
“pinochos de luna”, con los que
alimentaban el ganado que en las largas jornadas invernales mugía en las
cuadras.
Las crónicas de la nieve, por estos pagos y aquellos tiempos, hablan de
días, semanas, meses incluso de aislamiento. Crónicas hablan de muertos a causa
de la nieve, como lo fue el molinero Lucas Martín las navidades de 1891; y de
caminos tan borrados que para ir en busca del correo al pueblo de al lado ordenó el alcalde que, en
lugar de uno, fuesen tres hombres. Y de animales muertos en las parideras, por
falta de alimento. Y muertos enterrados en nieve, a la espera de que la
primavera permitiese hacerlo en la tierra.
Entonces, en los días de la nieve, las mujeres, más valerosas y con más sangre fría, salían de pinochos, a cortar los brotes tiernos
con los que alimentar el ganado. Y así se lo contaron a don Manuel Pérez
Villamil: “Llamamos pinos o pinochos de luna los que furtivamente se cogen en los
pinares de otros pueblos, pues por escapar a la vigilancia de los guardas se
van a cortar de noche, casi siempre a la luz de la luna”. Una luna de color
pálido, ruborosa tal vez.
Ahora, por estas fechas y estos pagos la luna se revuelca en un
horizonte, aunque humilde y silencioso, hermoso, como únicamente la tierra
propia lo puede ser. Y los pinochos de
luna no temen la mano que mece el hachuelo. Y continúan mirando al Santo Alto Rey, el monte de las leyendas, las
historias y los misterios, que los tiene, y los tuvo. Sólo nos faltó una pluma
que, como la de Gustavo Adolfo Bécquer con las de su hermano Moncayo, las
contase.
Tomás Gismera
Velasco
Periódico Nueva
Alcarria.
Guadalajara en la
Memoria
Guadalajara, 10 de
agosto, 2018