LA RIQUEZA DE LAS SALINAS DE ATIENZA.
La
sal fue un producto de difícil medida
Un paisaje blanco atrae por estas fechas la mirada por la ancha franja
que desde los valles de Atienza se dirige, a través de los de Sigüenza,
Cifuentes y Molina, atravesando La Mancha, al Mediterráneo. A este Mediterráneo
que fue, en tiempos muy lejanos, el mar ancho que cubrió estas tierras y nos
dejó, a más de sus fósiles y sus dragones milenarios, su sal. Nuestra sal.
Nuestras salinas. Una de nuestras señas de identidad. Tan olvidadas, tan
apartadas, tan lejos de la realidad pudiendo ser memoria de la historia y
atracción para el turisteo. Con sus salineros, y sus oficiales.
Tres eran las principales virtudes que debían de tener los
administradores de las salinas reales ubicadas en tierra de Atienza. Virtudes
que se extendían a cualquiera otras de las del reino, a la hora de pasar a ser
nombrados: probidad, integridad y
honradez. Virtudes que debían acompañar la vida de la persona, ya que la
administración pública debía de fiarse de la palabra del administrador cuando
este declaraba la producción total, o parcial de la fábrica.
Los trabajadores que accedían a las explotaciones, así como los arrieros
que la transportaban a los alfolíes, solían ser registrados para que no sacasen
de ellas otra sal que la declarada y pagada; e incluso en tiempo de recolección
quienes acudían a llevarla a cabo, a la salida debían dar la vuelta a sus
bolsillos, para mostrar que en ellos no llevaban nada. También los serones de
las mulas eran volteados con el mismo fin. De registrar hasta el último grano
se encargaron, durante tres o cuatro siglos, los albareros; más tarde fueron
los guardias de las salinas los que, además de este cometido, tenían el de
vigilar que en las largas noches de verano nadie se acercase a los manaderos,
por muy escondidos que estos estuviesen, para llevarse la más mínima cantidad
de sal a sus casas, o de agua con la que producirla. Sal que cada hijo de
vecino estaba obligado a pagar, y a consumir, por real orden y en real beneficio.
A
pesar de estas y otras medidas que llegaron al extremo de que las cortes
castellanas dictasen órdenes como la muerte por saeta a quienes infringían
estas y normas parecidas la sal fue, desde que el mundo es mundo, uno de los
elementos más eficaces para el enriquecimiento ilícito de los administradores,
por medio de la adulteración. Humedeciéndola en muchas ocasiones, y añadiendo
arena en otras.
Uno de los casos más llamativos, en cuanto a adulteración, en la
provincia de Guadalajara, sucedió mediado el siglo XIX, cuando al marqués de
Salamanca, entonces arrendador de las salinas de Imón y de La Olmeda, ideó la
venta al menudeo, ofreciendo un porcentaje a los taberneros, estanqueros y
tenderos, a fin de que la sal, además de a los alfolíes, llegasen a las tiendas
de cualquier población. Taberneros, estanqueros y tenderos se dieron cuenta
inmediatamente de que mezclando la sal con un poco de arena incrementaban sus
ganancias. Las quejas no se hicieron esperar y procesados hubo en Alcolea del Pinar,
Almoguera, Almonacid, Albalate, Albares, Yebra, Mazuecos, Humanes…, y dos
docenas de pueblos más de la provincia. En Castilla se multiplicaron.
No fueron pocos los administradores, y arrendadores, que alcanzaron a
obtener grandes riquezas a cuenta de la sal; desde el propio marqués de
Salamanca, último arrendador, que en apenas cuatro años obtuvo unas ganancias
de setenta y cinco millones de reales; a los prestamistas judíos y banqueros
genoveses que con anterioridad al siglo XVI los primeros, y con posterioridad
al XVII los segundos, se hicieron con el comercio.
Uno de los últimos estancamientos fue decretado por Felipe II en 1562, a
fin de obtener mayores rendimientos para la corona, cosa que no se llegó a
materializar; sin embargo fue la época en la que se pusieron administradores
reales, nombrados por el Consejo de Su Majestad, entre los hombres más cabales
y de mejor fiar. Nombramientos que alcanzaron hasta el siglo XVII y parte del
XVIII.
Por
supuesto que no todos los arrendadores alcanzaron a reunir una fortuna, casos
hubo de sonoras quiebras, como la que llevó a la ruina a Rodrigo de Alcocer,
después de haber modernizado las instalaciones a finales del siglo XVI; y más
llamativa fue, todavía, la de Garcí Pérez de Baraiz, en torno al cual se
promovió un largo proceso que alcanzó incluso a las autoridades concejiles de
Atienza, y para el cual fue designado inspector el alférez extremeño Diego de
la Rocha, quien fue enviado en comisión investigadora a las salinas de Atienza el
18 de julio de 1616, con toda una serie de instrucciones para averiguar, hasta
donde le fuese lo posible, lo que estaba sucediendo.
Las instrucciones comprendían toda una serie de normas y precauciones;
entre ellas las de hacerse pasar, primeramente, por obrero; y no levantar la liebre hasta que tuviese la seguridad
de haber desenmascarado la mayor trama de corrupción que en las explotaciones
se conoció.
La carta, con las instrucciones en nombre del rey Felipe III debía
entregarla, una vez hubiese dado con el filón corrupto, a Martín de Pradela, al presente administrador de las dichas
salinas por comisión del Consejo, en que se le ordena que por su poca salud se
evite de la administración, pues no puede acudir a ella, y os entregue los libros
y papeles tocantes a la administración y razón de la sal que se hubiese
fabricado.
A don Diego de la Rocha se le daban cien días para desenmascarar a los corrompidos, que debían de encontrarse en Imón, La Olmeda y Atienza. De ninguno de los tres puntos, desde varios años atrás, se hacían a la Hacienda Pública los ingresos correspondientes a la cantidad de sal que se estimaba producían las salinas, alegando que las tormentas de verano arruinaban la cosecha cuando la sal estaba a punto de recogerse; por lo que la producción se perdía. A pesar de que la sal de Imón y de La Olmeda no faltaba en los alfolíes castellanos a los que había de llegar.
La compleja administración que encontró Diego de la Rocha, resumida en
un informe de más de 20 folios, concluía solicitando cien días más para
continuar sus investigaciones, que alcanzaron hasta el mes de diciembre de
aquel año, obteniendo poderes absolutos para proceder a cuantas detenciones e
inspecciones fuesen necesarias incluso dentro de la villa de Atienza,
residencia del arrendatario, así como de algunas de las personas intervinientes
en el proceso, puesto que en Atienza, como villa a la que pertenecía el
distrito salinero se situó, al menos desde finales del siglo XV hasta el XVIII,
uno de los llamados Juzgados de la Renta de la Sal, que entendía de los
procesos menores relacionados con esta industria y en el que se recibían las
denuncias, principalmente de carreteros y arrieros dedicados al transporte.
En el mes de diciembre nuestro investigador solicitó una nueva ampliación
de tiempo, que le fue concedida, desde el día primero de enero de 1617, por
tres meses más; quedando finalmente como
administrador en funciones de las salinas, en las que como administrador permanecía
diez años después de su llegada, investigando todavía el caso, ya que no había
concluido su informe. Si bien, y durante este espacio de tiempo habían
fallecido los principales encausados, entre ellos el propio Garcí Pérez de
Baraiz, sus hermanos y los alcaldes de Atienza, principales encubridores de la
sisa.
El
pleito concluyó, pasados aquellos diez años, reclamando a su viuda, Gabriela de
Orozco, lo que la Hacienda estimó que Garcí de Baráiz, sus hermanos y las
autoridades de Atienza habían defraudado; la nada desdeñable cifra de 45.109.129
maravedíes y 8.250 fanegas de sal. Cantidades imposibles de hacer frente, como
no se hicieron, a pesar del embargo de todos sus bienes.
No obstante algo cambió a partir de entonces en la administración de las
salinas, ya que de lo informado por el alférez se llegó a la conclusión de que
en la administración de la renta se venía llevando a cabo una doble
contabilidad. Adoptando el Consejo Real, a partir de entonces, el nombramiento
de dos administradores que debían llevar, cada uno de ellos, las mismas
cuentas, a fin de que, ante posibles fraudes, se pudiese comprobar la
contabilidad personal de cada cual. Por supuesto que cada uno de los contables
debían de guardar sus cuadernos en cajas distintas; con tres llaves que debían
de conservar personas diferentes.
Los distintos administradores eran, finalmente, los responsables de que
las cuentas se llevasen con absoluta legalidad, lo que evidentemente no siempre
ocurría. Muchos son los casos en los que los administradores se enriquecieron,
por lo que no nos debe extrañar la afirmación que se hace constar en la Práctica de la Administración y Cobranza de
las Rentas Reales de 1715, cuando se afirma: El beneficio y cobro de las rentas de las salinas consiste únicamente
en buenos ministros; y aunque todas las demás rentas los necesitan, esta en
particular, porque consta de cosas quasi imaginarias. Es decir, no podrían
conocerse nunca con absoluta veracidad los rendimientos de cada una de las
salinas. Algo de lo que los administradores se dieron cuenta apenas jurado el
cargo.
Lo que nos muestra que, hoy como ayer, el mundo es un pañuelo que se
rompe, por lo general, por la punta más débil. La de la codicia.
Tomás Gismera Velasco
Guadalajara en la Memoria
Periódico Nueva Alcarria
Guadalajara, agosto, 2018