JADRAQUE EN LA LITERATURA DEL SIGLO XIX.
Compartió con Atienza protagonismo en la novela histórica y el
teatro del siglo.
No está muy claro quién fue el escritor que
puso en boga los nombres y escenarios de Jadraque y de Atienza en la
novelística, o la literatura del siglo XIX, todo hace suponer que se trató del
conde de Fabraquer en el caso de Atienza
y de Manuel Bretón de los Herreros en el de Jadraque. Lo cierto es que a lo
largo del siglo, pasados los avatares que terminaron con la derrota de los
franceses y tras la muerte de Fernando VII, hay un periodo poco estudiado para
la historia de la villa atencina salvo lo publicado en la revista digital Atienza de los Juglares, que ha
descubierto infinidad de personajes ligados con la gran historia de España y
creado una ruta imaginaria en torno a los habitantes de las hidalgas casonas de
la roquera villa. Digamos que el nombre de Atienza comenzó a recorrer a través
de las páginas escritas de los libros, los cuatro puntos cardinales de España,
haciéndose un hueco en la literatura, sobre todo en la novela histórica.
Jadraque por el contrario lo hizo en los
escenarios de los teatros ya que, a lo largo del siglo XIX el nombre de la
villa se repitió una y otra vez en la capital del reino, desde esa primera
ocasión en la que en 1835 Manuel Bretón de los Herreros hizo aparecer la villa
del castillo del Cid en: El Hombre Gordo,
hasta que Luis Mariano de Larra, el hijo de don Mariano José, la retrató en: El Bien Perdido.
Por supuesto, también el conde de Fabraquer,
al tiempo que dedicó a Atienza una de sus más célebres novelas cortas El Castillo de Atienza y el Señor de
Palazuelos –por el amurallado pueblo de nuestros contornos-, se detuvo en
Jadraque para hacer lo mismo, sacando a relucir la villa castillera en obras
como: El Corregidor de Jadraque, o relatos
con títulos muy al uso de la época: Basilina
y Basileta o los huesos de las cerezas.
Vieja costumbre, la de don José Muñoz
Maldonado, de presentarse ante sus electores, ya que fue diputado al Congreso
por la comarca, retratando sus pueblos en novelitas de cierto contenido
histórico que verían la luz en la revista que durante años dirigió, El Museo de las Familias. Un don José,
conde de Fabraquer, vizconde de San Javier y por parentesco, marqués consorte
de Casa Gaviria, que dejó para la historia de esta tierra suculentas anécdotas,
como la que dio cuenta de que, encontrándose en una de las posadas de Atienza,
la de San Gil, haciendo noche, sus
adversarios políticos la prendieron fuego para así eliminar al contrincante, asándolo, venían a decir las crónicas.
Cosa que al parecer, y después de que la noticia dio la vuelta al reino a
través de algunos periódicos, no fue cierta. La intoxicación propagandística, a
lo que se ve, ha funcionado desde siempre.
También es cierto que por estos años de los
que hacemos memoria, en Madrid residieron al menos media docena de naturales u
originarios de las tierras de Atienza y Jadraque que, como dirían ahora algunos
paisanos, escribían.
No faltaron, en este siglo, las referencias
a gentes que habitaron las calles de Jadraque y Atienza, entre ellos el famoso
médico Gaspar Casal, a quien por algún tiempo se le tuvo como natural de esta
tierra, siendo quizá su obra una de las primeras en las que se da, en el siglo
XIX, algún dato de la Atienza urbana. Gaspar Casal, investigador de la pelagra
residió en Atienza por espacio de cinco o seis años, y allí hizo grandes
amistades, sobre todo con algún que otro farmacéutico que legó para la ciencia
su saber, y su ingenio.
Solemos, al hablar de la narrativa
novelística de Atienza, centrarnos por encima de todo en Benito Pérez Galdós y
su Episodios Nacionales, cumbre de la novela histórica del siglo XIX, e
indudablemente un referente, si bien es cierto que don Benito hizo una
descripción de Atienza algo sesgada, o demasiado personalizada en la idea que
le transmitieron. Del mismo modo que lo hizo con la tierra de Jadraque, de la
mano de su buen amigo don José Ortega Munilla, dejándonos páginas más o menos
memorables a través de novelas como El Caballero Encantado.
Dejando a un lado a nuestro Conde de
Fabraquer, y retornando al teatro, encontraremos el nombre de Jadraque en la
obra Jadraque y París, del célebre
político y literato Enrique Cisneros, entre otras; y hasta Jadraque llegó un
buen día en busca de paz, reposo y una salud que no encontró, una de las más
célebres poetisas del siglo XIX, pioneras en aquello de rimar versos y alentar
el futuro de la mujer a través de la prensa, la asturiana Micaela de Silva, que
se quedó a reposar a la eternidad en el cementerio jadraqueño.
Y,
entre tanto literato, cabe hacer mención de Manuel Fernández y González, un
escritor olvidado y que fue, en el siglo del que hablamos, el maestro de la
novelística.
Hablar de Fernández y González es hacerlo de
uno de esos grandes escritores que han dado las tierras de España, a la altura
de los franceses Víctor Hugo o los hermanos Dumas, con quienes compartió años
de existencia, de éxito, y con los que se lo comparó.
Nació en Sevilla en 1821 y falleció en
Madrid en 1888. Siendo uno de aquellos personajes de la bohemia madrileña que
tanto han ilustrado la narrativa nacional.
Su obra todavía está en gran medida por
estudiar, ya que escribió más de trescientas novelas que lo hicieron gozar de
una considerable fortuna, pues casi todas alcanzaron el éxito y el público las
esperaba y devoraba, literalmente, de forma que, incapaz de escribir a mano
tanto manuscrito, se valía de secretarios que lo hacían por él. Fernández y
González dictaba y algunos de los muchos escritores, famosos posteriormente,
que pasaron por su casa, trasladaba sus ideas al folio. En su gabinete se
forjaron algunos flamantes literatos de la talla de Lucas Briceño o de Vicente
Blasco Ibáñez.
Lógicamente, como todo buen vividor bohemio
que se precie, Fernández y González, que fue el mejor pagado de su tiempo, se
arruinó y murió en la miseria, después de una vida de excesos, si bien su
entierro fue de aquellos espectáculos que Madrid únicamente reserva a los
grandes que patearon sus calles, o a sus reyes.
Pero dentro de la producción de Fernández y
González queda, al menos, una obra significativa, seguro que hay más. La moda
impuesta en el siglo XIX de hablar de Atienza y de Jadraque a través de la
novela llegó igualmente al gabinete de don Manuel, dejando los nombres de
nuestras villas en una de sus más celebradas novelas históricas La Buena Madre.
En ella nos hace memoria de una Atienza
lejana y algo desconocida, por la distancia en el tiempo, a la que todavía se
encontraba unida la tierra de Jadraque. La memoria de la regencia
castellano-leonesa de María de Molina, pues en torno a ella se centra la
novela. María de Molina es, por supuesto, La Buena Madre; su hijo, Fernando IV,
pasó largas temporadas en Atienza. En la ya harto famosa Torre de los Infantes de nuestro castillo. Una torre que, todavía, tras las pruebas de
su existencia, algunas significativas mentes pensantes se niegan a reconocer
que existió.
Y es que la
memoria de nuestros pueblos, que en ocasiones parece que se nos agazapa
por los pliegues de los cerros, a poco que los palpemos la encontramos con
letras de molde, en lo mejor de la literatura española, puesto que páginas son
de la historia.
Tomás Gismera Velasco
Guadalajara en la Memoria
Periódico Nueva Alcarria
Guadalajara, 7 de diciembre de 2018