ATIENZA: LA
NAVE DE LOS LOCOS.
Memoria
de Pío Baroja en Atienza
Don Pío Baroja imaginó
que el castillo de Atienza formaba parte del escenario de aquel famoso cuadro
de El Bosco que puso título a una de sus más logradas novelas; la nave en la
que los locos navegaban con su torre del homenaje como vela, a través de los
campos de Castilla.
A estas alturas
del tiempo a pocos se les escapaba la rivalidad que hubo entre Baroja y Galdós,
en Atienza también, y después de leer y comparar la obra de ambos, no me cabe
duda de que a Pío Baroja le hubiese gustado en algunos momentos de su vida
literaria trocarse por Pérez Galdós. Ambos fueron testimonio de una época que
legó a la literatura española un buen puñado de obras narrativas en las que la
historia cercana es parte importante.
Parte importante de la historia del siglo
XIX fue también Atienza. El siglo XX terminó por darle la puntilla, después del
último tercio de maltrato del siglo anterior. A pesar de ello no pasó
desapercibida para los grandes intelectos que en algún pasaje de sus obras de
historia novelada quisieron incluir el nombre de Atienza.
Centró Pérez Galdós una parte de sus
Episodios Nacionales en tierra de Atienza. Para los recelosos siempre quedará
la duda de si don Benito llegó a hospedarse en Atienza.
Algunos testimonios señalan el lugar de su
cobijo, y cierto es que se cruzaron cartas entre el consistorio de Atienza y
Pérez Galdós cuando este, previo paso a su visita, trató de cerciorarse de
algunos aspectos de la historia. Curioso sería al día de hoy conocerlas.
Existir, existieron. Del mismo modo que se conserva la casa de Calixto Lázaro
Chicharro, cedacero del barrio de Portacaballos, donde residió don Benito por
espacio de unos días.
Galdós y Baroja fueron dos, hubo muchos más.
La villa, cuando Galdós y Baroja la introdujeron en sus obras formaba parte de
la novela creada a la carrerilla por el conde de Fabraquer. Y formaba parte de
la obra del “Dumas” español, Manuel
Fernández y González.
Baroja, quien también pateó Guadalajara, y
recorrió las calles de Atienza en varias ocasiones, alojándose en la Posada del
Cordón, sacó la villa a pasear al hilo de las guerras carlistas, tan presentes
en su obra, y en “La Nave de los Locos”,
con la figura del general Gómez por bandera. A Gómez y sus cañones, cuenta la
tradición, se deben algunos agujeros horadados en las murallas atencinas,
verídico o no es cosa que habrá de ponerse en cuarentena.
Tampoco Baroja nos lo desvela, ni en su
obra, escrita por 1924/25, ni en aquel otro viaje que le llevó a recorrer los
caminos del General, por el otoño de 1934. No preguntemos, su paso no quedó
registrado en los anales de la villa, aunque él nos lo cuente y retrate con esa
severidad que únicamente don Pío sabía reflejar. Y tan escrupulosamente retrató
la villa y su sociedad que no podemos dudar de que, efectivamente, estuvo allí
y se sentó ante los veladores del Casino de Sociedad.
Nos presenta Baroja a nuestro pueblo a
través de un curioso personaje de doble oficio, procurador de los tribunales, y
anticuario. Un personaje que, a pesar del tiempo transcurrido, pudiera ser
cualquiera, al día de hoy:
Comieron en
la mesa redonda, y en la comida apareció un procurador y anticuario de Atienza,
llamado don Matías Raposo, que venía a tratar de negocios…
El señor
Raposo, hombre de unos cincuenta años, pequeño, gordito, ya cano, afeitado, con
anteojos, un poco barrigudo y con la sonrisa maliciosa, hablaba con ingenio…
La silueta de
Atienza en la obra de Baroja en poco difiere de la que conocemos a través de
otros autores, no olvidemos que nos encontramos en el primer tercio del siglo
XX:
“Al
día siguiente domingo, fueron los cuatro a Atienza y comenzaron a ver al
mediodía la silueta grave de aquella ciudad, asentada sobre un cerro, bajo una
aguda peña coronada por el castillo. El día estaba frío y el sol pálido
iluminaba los tejados grises del pueblo.
Al llegar, el señor Raposo se marchó a su casa, García de Dios se
despidió y el Mantero y
Alvarito fueron a hospedarse a la posada llamada del Cordón, por ostentar en su
portada un gran cordón de relieve tallado en la piedra sillar y varias
inscripciones góticas.
El Mantero preguntó
maliciosamente al dueño de la posada por el señor Raposo, y el dueño les dijo
que el procurador era de una roña y de una avaricia increíbles”.
Y
continúa:
“Al
parecer, el señor Raposo resultaba hermano espiritual del licenciado Cabra, y
el posadero contó detalles de la sordidez del procurador, que más que de avaro
parecían de loco.
Después de comer, el señor Raposo se presentó en la posada para
ofrecerse a acompañar a Alvarito por si quería ver el pueblo y el castillo. Sin
duda, el procurador deseaba lucir sus conocimientos arqueológicos.
Salieron de la posada. La tarde estaba desapacible, fría; corría un
viento helado. Cruzaron varias calles, y al subir hacia el castillo, en la
cuesta, vieron a un cura sentado en el repecho con un bastón en la mano, en
actitud pensativa. Era un hombre de cara sombría y desesperada.
Tras el encuentro con el cura, accedieron al castillo:
Subieron al antiguo castillo, levantado en el cerro, sobre una roca
caliza, y Alvaro escuchó las disertaciones del procurador. Le mostró los muros,
las puertas, la plaza de armas, los arcos y los torreones.
Desde lo alto del castillo explicó el señor Raposo la extensión antigua
del pueblo, hasta dónde llegaban los distintos barrios y dónde caía la judería.
Como hacía frío allá arriba, Alvarito no preguntó nada, y a la menor
insinuación del señor Raposo de bajar al pueblo, aceptó, y fueron los dos a
refugiarse en el casino de la plaza. Más de lo que contó el procurador, le
impresionó a Álvaro aquella figura trágica del cura sentado sobre una peña en
la tarde helada. ¡Qué estampa para La
nave de los locos!
Entraron
en el casino del pueblo, que ocupaba el piso principal de un viejo caserón de
la plaza. Para el señor Raposo regía la costumbre inveterada por principios de
no tomar nada más que cuando le convidaban, y Alvarito le convidó”.
Algo muy habitual en aquella alta sociedad atencina de hidalgos venidos
a menos y funcionarios de visera y anteojo, y que continuó a lo largo del
tiempo. La alta sociedad, los funcionarios y chupatintas de su tiempo siempre
fue muy mirada en aquello de pagar los convites.
El Casino se
abrió a finales del siglo XIX. Allí pasó don Pío ratos agradables en su última
visita a la población, en 1934.
No nos faltan el mercado, la lluvia,
aquellos personajes envueltos en humo de los viejos cafés, algún que otro dicho, y el embrujo de saber que Atienza
también vive en la obra de aquel gran escritor que fue Pío Baroja, por cuyas
venas corría sangre alcarreña, por Tendilla.
Tomás Gismera Velasco
Periódico Nueva Alcarria, Guadalajara, Viernes, 14 de julio de 2017