MEMORIA DE LOS PUEBLOS CON GENTE.
Mientras recordemos a sus
habitantes, seguirán vivos.
Oreaba serena la mañana cuando, hace cosa de cuatro décadas, a lomos de
una mula castaña tomé el camino de la Bragadera atencina con ánimo de vivir una
de esas aventuras literarias tan en boga en los últimos años del siglo XIX,
aunque estuviésemos en el XX. La jornada, terminaba de amanecer cuando dejaba
Atienza a las espaldas, había de concluir en lo alto de la cumbre que tenía
ante mis ojos, Bustares, y la primera parada del camino, La Miñosa, tenía que
tenderse a mis pies dos horas después. Lo hizo con algo de retraso pues la
mula, o quien la dirigía, erró el camino y, tomando el equivocado se detuvo en
las cercanías de Tordelloso, donde nos encaminaron correctamente y esta vez sí,
a eso de la media mañana, con el sol en lo alto, la señora Gabina me contó su
vida, que como bien anotaron en La Miñosa al hacerse eco de mi paso se trataba
de la tía Eugenia, añadiendo lo de “el
resto es ajustado a la realidad de aquellos tiempos”. Dos horas más y hacía
mi entrada, cual pintoresco Quijote y por la puerta de atrás, en Prádena, al
tiempo que algo más de una docena de chiquillos salía de la escuela y nos sirvió,
a la mula y su aventurero, de escolta a través de las pizarrosas calles del
pueblo. Más que de escolta, de vigía. Pues debieron sospechar que nada bueno
había de traer quien de aquellas formas venía. Dejaron de seguirnos al pie del
molino, cuando Juan Cerrada, o Juan de
Prádena, o Juanón, como en
Atienza lo conocíamos se plantó delante y espetó lo de: Esa mula es la del tío…. En
más de una ocasión el tío Soria lo había acompañado, después de que se cerrasen
las tabernas, hasta el camino de La Bragadera, para que los chiquillos no se
metiesen con él. Ya era muy mayor y su macho, el Negro con el que hacía los caminos, había dejado de seguirle, entre
Prádena y Hiendelaencina.
Todavía se daban, a la parte de Saliente, aquellas cerezas pintonas que
tan populares eran en toda la comarca y que las mujeres recogían de mañana para
llevar en sus cuévanos a los mercados, junto al queso de cabra, careaban entre
las estepas pintando la ladera, y la leche recién ordeñada.
La tarde se pintó de tormenta, tronó y cayeron chuzos de punta en las
proximidades de Bustares, donde paré, contado está, en la taberna del tío Gamo.
Bueno lo del agua, para matar el polvo de los caminos, pues entonces la mitad
de los que conducían a estos pueblos eran polvo y tierra. Allí, en la taberna,
no menos de una docena de hombres y jóvenes me siguieron con la mirada. Más que
nada porque la imprevisión del viaje no me hizo meter en las alforjas paraguas
o chubasquero y todo lo que las nubes arrojaron nos calló encima, a la mula y
su piloto.
Aquellas buenas gentes que poblaban nuestros pueblos se encargaron de
darnos calor y abrigo. Lo rememoraba, no hace mucho, con la hija del tío Gamo y
la señora Avelina que me llamó desde Jadraque para agradecer que recordarse a
aquel hombre, y decir que si, que su padre era tal y como yo lo describía, lo
mismo que aquel pueblo, Bustares, que me recibía con las calles abiertas en
canal –estaban metiendo el agua en las casas-, los caballos del Gitano pataleaban en un callejón, tres o
cuatro gatos se asomaban a la tapia de un corral y media docena de zorros colgaban
de un nogal al final de la calle Mayor envueltos en zumbido de moscas.
El retorno, para tomar nuevos aires, tuvo el percance del encuentro con
la Guardia civil de Hiendelaencina que a lomos de su 2 caballos apareció tras
una nube de polvo para reclamarme un ternero desaparecido con la tormenta de la
víspera por los campos de Gascueña; y tuvo el percance de que, bajando a las
entrañas del barranco abierto por las aguas del Bornoba, uno de esos bichos
rastreros que tanto espantan a la mulas cruzase la senda, si senda podía
llamarse a aquellas estrecheces abiertas en el roquedal, haciendo que del
rebufo, lanzase al viento de la sierra las alforjas. Allí perdí la merienda,
que no me importó, y perdí el documento gráfico de la aventura, que fue lo que
me dolió. Desde entonces, mi flamante cámara fotográfica recién estrenada –anticuada
ya por las digitales- luce en su objetivo el traspiés de la culebra. Y Allá, al
son del Bornoba, lamenté que, con el golpe, se abriese la cámara y se velase la
película.
A
cambio encontré por el camino a Crescencio Cerrada, el cartero de Prádena que
hacía la ruta por aquellos pueblos a lomos de su caballo Tito. Nos volvimos a encontrar hace unos años en Valverde de los
Arroyos, en serrana fiesta. Con él hice parte del retorno en conversación
monosílaba, pues las gentes de estas tierras han sido casi siempre de pocas
palabras. Y así nos fue.
No todas, por supuesto. Por aquellos días, en aquella aventura de ver y
conocer, uno de aquellos hombres sabios que encontré por el camino, molinero de
oficio, de dejarlo a sus anchas no hubiera dejado a otros meterse en su
conversación, y en apenas unos minutos, los que empleamos en ir desde el camino
real a su molino, molinero era, me contó que bajaba a él en la mula castaña,
que era de su yerno, porque el macho
romo se le había muerto; como se le murió la mujer y él se moriría cualquier
día; y que el molino lo heredó de su padre, que se llamaba Pablo, y este de su
abuelo, que se llamó Juan; y que las aguas eran de Somolinos y las tierras de
Campisábalos. Luego supe que también fue concejal de Campisábalos cuando fue
Alcalde don Aurelio Ricote. Tenía entonces, Abilio Ortega Sevilla, 94 años de
edad; enjuto de carnes y ojos vivos. Entonces el molino era pura vida en la
cabecera de la Laguna; hoy es enredo de zarzales con recuerdo de gentes que
pasaron.
Sólo un pueblo, Villacadima, apareció en aquella aventura solitario.
Allí, a las puertas desvencijadas de la iglesia almorcé una mañana; la
techumbre amenazaba con caer y las losas que cubrieron los huesos de don
Amador, don Clemente o don Diego Sanz Merino; los huesos de doña Antonia de
Rosuero y doña María de Dávila; los del viejo Diego de Medina, que recibió
título de hidalguía del alto y poderoso rey don Enrique IV, aparecían levantadas,
y yacían a la rapiña de las pérfidas manos que ni el descanso de los muertos
respetan.
Hoy todo aquello ha cambiado y en estos días sólo se habla de lo que se
fue; y hay quien, puestos a prometer, que días son de ello, prometen que
volverán, como las golondrinas, los viejos tiempos; y uno, escéptico por edad y
lo vivido, no se lo cree. Porque cuando
se pudo no se quiso y ahora que se quiere, porque la gente de los pueblos ha
levantado la voz, no se puede.
Uno de los más gloriosos alcaldes de la noble villa de Atienza, natural
de Miedes, gobernador del municipio por espacio de treinta años, o por ahí,
presumió, todos ellos, de que Atienza no necesitaba nada. Y hubo quienes le
reían la gracia, cuando lo necesitaba todo; pero por aquellos tiempos, hace
cuarenta años, parece que en los pueblos estorbaba gente y quienes quedaban
decían lo de “a más tocamos”; y la
gente se iba, porque no había trabajo, ni escuelas, ni medios. Y sólo ahora,
cuando nos hemos dado cuenta de que nuestros pueblos se han quedado solos, es
cuando nos damos cuenta de que hace cuarenta años se necesitaban muchas cosas,
y que hoy sobran promesas y duelen las calles vacías, porque no hay juventud, y
la juventud que entonces marchó, ya no retorna. Pero entonces, hace cuarenta
años, quienes se quedaban y podían compraban las casas, y las tierras, a precio
de saldo, y hoy las sacan sus herederos a la venta por un potosí. Y la gente no
las compra porque carece del potosí necesario, y de esa manera no pueden volver
quienes hacerlo quieren, porque una casa en el pueblo tiene un precio mayor que
en la capital; quienes retornan, a ojos de algunos y en determinados lugares
son unos caprichosos; a pesar de que todo queda a una hora, o a cien kilómetros
de distancia; la farmacia, el supermercado, el instituto, el colegio, el
médico… ¿Y en qué se puede trabajar, cuando todo está a la mano de Dios?
Estos
días que vienen, que son de mucho jaleo, no faltará gente en los pueblos.
Porque a la gente le tira su pueblo. Aunque, a diario, no se pueda permitir la
vida en él. La gente se fue. Y quien se fue no regresa. Y uno, que es escéptico
en esto de las promesas, sabe que las promesas son sólo eso, promesas. La
realidad es cosa mucho más seria. Quiera
Dios, que decía la tía Dolores, la del señor Francisco Noguerales, al pie de la
fuente de Ujados, que me equivoque.
Mientras, a mí me gusta recordar que hubo un tiempo en el que había
gente en los pueblos, y hablar con los encuentro de las vidas que tienen esas
puertas y ventanas cerradas; y hablamos, como hablan las personas de edad, de
los tiempos mozos, y de las gentes mozas que, en nuestro parloteo, se hacen
presentes y parecen salir al encuentro y se nos juntan a pegar la hebra. Y
cuando subo a Bustares recuerdo la hidalguía del tío Gamo y la bondad de la
señora Avelina; y cuando, como Diego Marín tomo el camino de El Burgo (de
Osma), dando un rodeo, recuerdo al tío Abilio bajando de Campisábalos a su
molino; y a Sofía sirviendo café con leche en su bar de Somolinos; y me parece
ver al señor Antonio, en Albendiego, presumiendo del cochazo que compró su hijo.
Y al paso por Bochones, al tío Francisco, que daba recuerdos para todos; y en
Madrigal, salir a medio pueblo para ofrecer la mejor miel de sus colmenas; y en
Alcolea de las Peñas a Quiterio de Miguel, mostrando los últimos papeles de
Morenglos; recordar que, hace cuarenta años, uno se encontraba gente en los
caminos. Y que todos aquellos que fueron, aunque no vuelvan, están ahí, al
tanto. Me gusta ver, y recordar, los pueblos con gente. Porque mientras lo
hagamos, estarán vivos.
Tomás Gismera Velasco
Guadalajara en la memoria
Periódico Nueva Alcarria
Guadalajara, 17 de abril de 2019