EL PINTOR DE ALBENDIEGO.
Memoria de Marcos Luengo
Marcos Luengo Martín, a quien se conocía entre
la colonia guadalajareña de Madrid como el pintor de Atienza, nació en
Albendiego, uno esos pueblos que hermosean en cualquier época del año a la
sombra de los arabescos caprichosos de Santa Coloma. A la sombra del Santo Alto
Rey de la Majestad, que todo lo domina. Siendo niño pintaba todos aquellos
paisajes que conocieron sus ojos en lo primero que se le echaba a las manos. La pizarra, la piedra,
un papel que se encontrase o… el cartón en el que el tendero hacía sus apuntes.
Después lo echaba a volar. Pastor, porque pastor fue su padre y lo fue antes que
su padre su abuelo, y quizá enlazando generaciones algunos miembros más de su
familia. Porque aquella, la de Albendiego, además de buenos carpinteros, fue
tierra de pastores.
Nació en el lejano año de 1936, y fue conocido en el pueblo por su
afición a los pinceles. Mejor, a pintar. Y pintó. Hasta que la edad, por
aquellos tiempos la edad era un factor importante a la hora de echar una mano
en la casa, le obligó a ganarse la vida, o ayudar a la pobre economía familiar
de la mejor manera posible: poniéndose a trabajar. Lo hizo con apenas doce o
catorce años, ajustándose como zagal de pastoreo con uno de aquellos ricos
hacendados de Atienza, que ajustaban zagales para que ayudasen a sus pastores a
la hora de dominar los grandes rebaños, que entonces los había. Zagales de doce
o catorce años que hiciesen el trabajo que no se les permitía a los perros de
los pastores cuando las ovejas estaban a punto de ponerse de parto. Los perros
las asustaban y podía malograrse el cordero; para eso, entre otras cosas,
estaban los zagales, que ni ladraban, ni mordían.
Suele pasar, casos se han visto, que en cuestiones semejantes cuando no
es el cura es el maestro quien se fija en los avances del chico. Y aquí pasó. Y
ambos convencieron a la familia para que a Marcos le diesen estudios de
pintura. Pero… no había medios.
Con diecisiete
o dieciocho años se le consiguió beca de estudios, de pintura, por cuenta de la
Diputación provincial de Guadalajara, en tiempos en los que las diputaciones
becaban a gentes que, como Marcos, destacaban en algo. Por aquellos años se le
dieron hasta 500 pesetas, todo un capital, para ampliación de estudios. Pero la
necesidad de la casa obligó a que, en lugar de acudir a la capital, se marchase
a la villa más próxima, a trabajar de pastor. Y cuando tuvo edad, a Madrid, a
buscarse la vida.
Corrían ya los últimos años de aquel decenio en el que el los pueblos
serranos comenzaron a despoblarse y sus hijos a desparramarse en busca de
futuro por algunas capitales de España, con Madrid a la cabeza. Años en los que
la emigración desangró nuestros pueblos como si llegado fuese el San Martín, en
lugar del matancero, desparramador de vidas. A Madrid llegó en el glorioso año
de 1960. Cuando Madrid era la capital de un mundo de sueños, con el zurrón
lleno. Año en el que comenzaba a labrarse el futuro de un pueblo que abría sus
puertas en la capital. El mayor pueblo que nunca tuvo Guadalajara en la
rugosidad de su mapa: La Casa de Guadalajara en Madrid, que tantos sueños,
manos, hombres y familias cobijó en su última sede de la Plaza de Santa Ana.
Había retomado aquel otro sueño, el de la beca de la Diputación
provincial que le permitiese una media ayuda en la vida. Así que en lugar de
emplearse a jornada completa en una cafetería, como tantos otros de los mozos
de la tierra, lo hacía a la media. Y por la mañana acudía a servir cafés y
desayunos a los señoritos de la capital, y por la tarde a las salas del Prado, a pintar
sueños.
Llamó la atención el desparpajo del joven pintor entre los grandes
hombres que se juntaban en aquellas interminables tertulias de la Casa. Llamó
la atención de hombres ilustres, como don Francisco Layna, y don Sinforiano
García Sanz, y… tantos más.
El 9
de mayo de 1961 saltaba su nombre a los periódicos provinciales a través de la
pluma de Miguel Rodríguez Gutiérrez –Mirogu, se hacía llamar-, dando cuenta de
que el tal Marcos se había convertido en uno de los mejores copistas del Prado,
y los turistas se rifaban sus obras: El,
que por los altos picachos de Atienza conducía un rebaño de ovejas, conduce
ahora el pincel, con verdadera firmeza –decía.
Las
alabanzas a su obra, y sus copias, fuesen de Alemania o de Estados Unidos
llegaban a diario, reafirmándose en que estaba convertido en una de las grandes
promesas de la pintura española. Tanto que incluso la Diputación provincial le
renovó aquella antigua beca, de unos pocos cientos de pesetas, para dotarlo,
nada menos, que con dos mil anuales.
Por
aquellos días pintaba, para la Casa de Guadalajara que le abrió sus puertas,
los escudos de los partidos judiciales que serían seña de sus salas. Y alguna
que otra obra, de la mayor pinacoteca de España, en la que figurasen obras de
Bartolomé Esteban Murillo o Alonso Cano, sus ídolos. Y preparaba una exposición
antológica de su escasa obra, que todos sus paisanos le pedían.
También descubrió que le gustaba escribir, y comenzó a hacerlo en los
periódicos de la provincia. A hablar de lo que conocía; los pueblos serranos de
una Guadalajara que se despoblaba y para los que pedía inversiones e industria.
Y la Diputación provincial, para el año de 1962, le negó la beca de estudios,
porque no renovó a tiempo la documentación necesaria.
Las
manos y voluntades de gentes con humanidad suplen en ocasiones a la fría
burocracia, la Casa de Guadalajara en Madrid estaba ahí para echarle una mano
y, en unos días, se reunieron las tres mil pesetas que Marcos precisaba y la
Diputación le negó. Tres mil abrazos juntos de hijos de la tierra, que los aportaron
a pequeños palmadas. Y de ello se hizo eco la prensa madrileña sacando los
colores a las autoridades de una provincia a la que pareció no importarle que
sus paisanos tuviesen que abandonar sus tierras para buscarse el pan. Y Marcos
apareció en los diarios de tirada nacional, como estrella de la pintura de una
provincia de Guadalajara que, a dos pasos de Madrid, se olvidaba de sus gentes.
Suele suceder.
El
17 de abril de 1963 ocupaba la contraportada de uno de los periódicos de mayor
tirada nacional. El Diario Pueblo. En
él, Marcos se sinceraba con sus sueños:
-Yo siempre he sentido afición al dibujo, pues desde niño
dibujaba con tizones de la lumbre en las paredes blancas de la casa de mis
padres. Mi madre me daba buenos pescozones…
Después de aquella entrevista pasaron unos días en los que Marcos
continuó atiborrándose de sueños. Como si fuese una estrella. Como si fuese
aquel Vázquez Díaz del que comenzó a seguir los pasos. Hasta que dejó de
asistir a las tertulias de La Casa de Guadalajara en Madrid, y alguien supuso
que a Marcos tenía que haberle sucedido algo. Porque para Marcos, la Casa lo
era casi todo.
Y
alguien llamó a la pensión del Paseo de las Delicias en la que vivía, y también
dijeron que hacía un par de días que no se le veía entrar ni salir. Tampoco
asistir a las salas del Prado, ni a las puertas, a vender sus óleos, que ya le
permitían vivir, enteramente, de la pintura.
El
20 de mayo de aquel 1963 en el que
comenzaba a triunfar, el encargado de la pensión, con dos o tres de aquellos
socios de la Casa que lo echaron en falta, abrió las puertas de su cuarto, y
allí estaba Marcos. Había sufrido una insuficiencia cardiaca que le costó la
vida.
Y
Albendiego, y Atienza, y todos aquellos pueblos serranos que hoy están a la
vuelta de un puño del Madrid que todo se lo llevaba, entonces estaban lejos,
muy lejos.
Los
socios de la Casa de Guadalajara en Madrid costearon su entierro. Antes pudo
localizarse a uno de sus hermanos, quien junto a su madre llegaron a Madrid
para encontrarse con el hijo y hermano muerto en plenitud de sueños. Y sin
medios para llevarlo a descansar a aquella tierra que le dio la vida y los
colores con los que pintaba un futuro en óleos, lo tuvieron que dejar en el
lugar en el que comenzó a hacer realidad los sueños.
Recibió sepultura el 21 de mayo en el cementerio de la Almudena, en
Madrid. Donde lo socios de la Casa de Guadalajara le consiguieron un lugar para
el descanso eterno. Esa Casa de Guadalajara, tan olvidada de las autoridades
provinciales del antes y el después, que tantas manos dio y tantos corazones
repartió entre quienes los necesitaron.
En el momento de su muerte, Marcos Luengo se
disponía a comenzar la copia de Las
Lanzas, de Velázquez; tras concluir
una obra de Murillo, la Virgen del
Rosario, y dejar un montón de apuntes pictóricos sobre Albendiego y Atienza. Días después, a modo de despedida, decía de él quien más lo había
seguido, el Sr. Layna Serrano: Al
lamentar esa desgracia irreparable, cuantos le quisimos, o sea, cuantos le
hemos conocido y disfrutado su bondad afable, le recordaremos siempre…
También la Serranía lo recordó algunos días, hasta que llegó el olvido.
El olvido hacía la gente que, como Marcos Luengo, se tuvo que ganar el pan
lejos de su tierra, llevándola siempre, palpitante, dentro de su corazón.
Tomás Gismera Velasco
Guadalajara en la memoria
Periódico Nueva Alcarria
Guadalajara, 21 de junio de 2019