ANA DE MENDOZA.
La princesa del parche en el ojo
Que, a juicio de no pocos historiadores y
estudiosos de su vida y obra fue, lo del parche, una coquetería de la ilustre
dama. A juicio de otros muchos consecuencia de un accidente cuando, jugando
a juegos de niños, o bien se pinchó con la punta de un florete o se dio un
trastazo con ell diávolo, en su Cifuentes natal. Todo pudo ser.
Lo que está claro es que, sea como fuere,
doña Ana de Mendoza –Ana Juana de Mendoza de la Cerda y de Silva y Álvarez de
Toledo, con otros muchos apellidos y nombres más-, es, sin lugar a dudas, la
tuerta –real o fingida- más famosa del panorama histórico provincial de
Guadalajara y, puede, que de una importante parte de Europa.
Su vida, en cuanto se refiere a juventud e
infancia, se resume brevemente porque, como escribió uno de sus primeros biógrafos,
Gaspar de Muro, cuando sacaba los pies de las alforjas el siglo XIX, en aquel
periodo vivió tranquila y feliz, en la casa de sus abuelos, los condes de
Cifuentes, en la que nació a finales del mes de junio de 1540, siendo bautizada
por don Juan de la Cerda el día 29 de aquel mes y año. En el bautismo, al
parecer, se la impuso el nombre de Juana, por su tío, Juan de Silva; el de Ana
se le dio para recordar el nombre de su abuela. Hija única, y rica heredera de
un gran patrimonio, además de larga lista de títulos nobiliarios, estaba
destinada a casarse con un igual, sino superior, ajustándose su matrimonio
cuando doña Ana contaba con la casi infantil edad de 12 años y no llevaba
parche, con don Ruy Gómez de Silva, menino que fue de la emperatriz Isabel, con
quien llegó desde el vecino Portugal, y quien la triplicaba en años, puesto que
ya había cumplido los 36. Así que, dada la edad de la novia, a pesar de que las
capitulaciones se firmaron en 1553, todavía se tuvo que esperar unos años,
hasta 1557, para que se consumase el matrimonio.
Que fue prolífico en hijos, pues que dieron
al mundo a D. Diego, quien a tierna edad falleció en Toledo; a Doña Ana, quien
casó con el duque de Medinasidonia (y dio nombre al famoso Coto de Doñana); D.
Rodrigo II –Ruy-, que fue segundo duque de Pastrana; D. Diego de Silva, que
llevó el título de duque de Francavilla; D. Pedro de Silva y Mendoza, que murió
siendo niño; D. Ruy Gómez de Silva, que alcanzó el marquesado de Eliseda; D.
Fernando de Silva, que se metió a fraile y tomó el nombre de su antepasado don
Pedro González de Mendoza y, como aquel, fue obispo en alguno de sus mismos
obispados; Doña María de Mendoza y doña María de Silva, que murieron siendo
niñas; y doña Ana, la doña Anita que acompañó a su madre hasta sus últimos días
de encierro en encierro a través de castillos y palacios..
Su reinado en el mundo de la historia
comenzó cuando, siendo ella todavía joven el 29 de julio
de 1573 quedó viuda. Y como doña Ana y su marido habían solicitado en vida la
fundación en sus tierras de dos conventos de carmelitas descalzas en Pastrana,
a doña Ana no se le ocurrió mejor manera que pasar en el resto de sus días en
uno de ellos. Dejó el mundo de los vivos, entregó a sus parientes la tutela de
sus hijos, y se metió a monja. A pesar de que, acostumbrada al mundo de los
vivos no se hizo al del rezo y la oración hasta el punto de que, las monjitas
que compartían con ella la vida claustral, hicieron las maletas y la dejaron
sola. Hasta que la propia doña Ana se convenció, quizá tras su encuentro con la
Santa de Ávila, Santa Teresa de Jesús, de que no nació para ser monja.
Quizá por
ello regresó a la corte, establecida ya en Madrid, para ser en ella una
especie de reina en la sombra. La mujer que se encontraba detrás de cada
esquina cuando, sin gacetillas que hiciesen correr en la corte los rumores, lo
hacían las lenguas de los cortesanos en las gradas de San Felipe el Real,
aquello que los madrileños llamaban, para designarlo finamente: “los mentideros de la Corte”.
Quizá de aquellas gradas y mentideros de la
villa salió que doña Ana compartía aposentos con el Rey; o su Secretario de
Estado, el todopoderoso Antonio Pérez del Hierro, o…, con cualquiera de
quienes, a diario, ostentaban en Madrid títulos y poseían hacienda.
Que se alió con D. Antonio Pérez del Hierro,
alcarreño de pro, parece que no hay demasiadas dudas; tampoco, se dice,
haberlas demasiado, en torno a sus encuentros con el Rey Prudente, don Felipe
II a quien, quizá los celos, llevaron a que nuestra princesa penase sus días de
torre en torre, convertida, por azares del destino, en una especie de Mata-Hari
del siglo XVI. La mujer, al decir de muchos, más independiente, inteligente y
pasional de su tiempo. A la que, por si fuera poco todo lo anterior, se la
colgó el sambenito de estar detrás de aquel duelo de sables que en lo oscuro de
los callejones terminaron con la vida de otro cortesano de rompe y rasga, nada
menos que de don Juan de Escobedo, secretario de don Juan de Austria,
hermanastro del rey don Felipe, cuando don Juan de Austria se disponía a
coronarse rey de algún reino, pidiendo su coronación al Papa de Roma y el Papa
de Roma le dijo que, antes de ser rey, conquistase un reino, y en ello, parece,
andaba la cosa.
De aquellas intrigas, o de aquellos reales
celos, llegó la orden de prisión de don Antonio Pérez y de su fiel asociada,
doña Ana de Mendoza. Puso tierra de por medio el Pérez, y doña Ana fue llevada
en prisión de torre en torre. De Pinto a Santorcaz y de aquí a su casi real
Palacio de Pastrana. Una de aquellas mansiones que, a la moda de aquellos
siglos, trataba de asemejarse al alcázar que cualquier rey podía levantarse.
Hermoso y grandioso como pocos palacios de la provincia, al que llegaría para
permanecer en él, en lo que hoy llamaríamos “arresto domiciliario”, en compañía de su hija Ana, de su
servidumbre, y de la guardia real, hasta el fin de sus días.
Cuenta la leyenda, o una parte de la
historia convertida en leyenda, que nuestra Ana de Mendoza, la Mata-Hari del
siglo XVI, la princesa del parche en el ojo, llegó a Pastrana, para comenzar a
cumplir su arresto de por vida en el año de gracia de 1581. Y cuenta la leyenda
que una hora, día tras día, se la permitía asomarse a través de la enrejada de
sus aposentos-prisiones, a la plaza y paisaje pastranero. De aquello surgió la
plaza, reja y ventana de “la hora”.
La historia dice que doña Ana de Mendoza,
Princesa de Éboli, murió joven, o mayor para la época, el 2 de febrero de 1592,
cuando todavía no había cumplido los 52 años de edad, de una vida intensa y
novelesca. La novela la encumbró a la cima de la historia patria, y la leyenda,
gracias a la novela, se ensanchó con el cine americano, que llevó a las
pantallas el guion que escribiese quien abrió la puerta a que, con
posterioridad a Kate O’Brien, tomaron a doña Ana como eje de sus embelesos
literarios.
Convirtiéndose, doña Ana de Mendoza, en
ejemplo, más que de mujer de un tiempo, en la rebelde que lo quiso marcar;
dotando a la ciudad en la que murió de ese halo casi místico que acompaña a
los personajes que pasan, de la realidad, a la leyenda. Y pocos ignoran, en
España, quién fue la princesa del parche en el ojo. Y en qué ojo llevaba aquel
parche de seda negra; a pesar de que, en alguna serie de televisión, por
aquello de que a la protagonista no le sentaba bien llevarlo en uno, se lo puso
en el otro. Incrementando, con ello, la leyenda de la mujer más nombrada de
esta provincia de Guadalajara, tan mendocina y… llena de encanto leyendario a
través de personajes como doña Aña, la Princesa
del Parche en el Ojo.
Véase,
en esta sección: “Antonio Pérez, el villano de la historia”.
Ana de Mendoza y de la Cerda, Princesa de
Éboli, nació en Cifuentes (Guadalajara), en los últimos días del mes de junio
de 1540. Falleció en Pastrana (Guadalajara), el 2 de febrero de 1592.
Tomás
Gismera Velasco
Gentes
de Guadalajara
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