viernes, 27 de octubre de 2017

ATIENZA: PARA MORIRSE COMO DIOS MANDA



ATIENZA: PARA MORIRSE, COMO DIOS MANDA
De la cultura de la muerte, y otros asuntos


   Nacer y morir forma parte de nuestro diario vivir. Y así lo entendieron quienes, no teniendo en propiedad mayor cosa que la vida, se dedicaron a esperar que llegase la hora de emprender el último viaje. Y como se acerca el día de los Fieles Difuntos no está de más hacer memoria de lo que, antes o después, hemos de vivir. O vivieron nuestros antepasados camino del cementerio.

   Nuestros cementerios, los de Guadalajara, como los de media España, no comenzaron a organizarse y tomar el aspecto que hoy conocemos hasta que España, y nuestra provincia, padecieron aquellas epidemias de cólera que nos vinieron a visitar a lo largo del siglo XIX. A pesar de que ya se habían dado órdenes de que los cementerios saliesen de las iglesias, que en el suelo de las iglesias se enterraba a quienes podían pagar su sepultura; para el resto estaban los alrededores. Hasta que en 1884 las autoridades dijeron lo de: ¡Hasta aquí hemos llegado! Y a partir de entonces, todos a la tierra, a las afueras del pueblo. A la tierra, porque entonces todavía no estaba instituida la costumbre de enterrarse metido en una caja. A la tierra se llevaba al muerto subido en unas parihuelas, y amortajado, como Dios manda, para el caso de ser pobre. A los pudientes que podían permitírselo se los solía enterrar dentro de su propia caja, de lo que la familia presumía. Para los que no, y deseaban hacer el paripé, la propia iglesia disponía de un féretro de quita y pon. Y, en la mayoría de los casos, de un catafalco con el que dignificar los oficios de difuntos.

La Danza de la muert, en el catafalco atencino


   Dignificarlos al día siguiente, o al otro. Puesto que no era habitual que al muerto se le dijesen los oficios que hoy llamamos “de cuerpo presente”.

   Una de las piezas que más llaman la atención en el Museo de Arte Religioso de la Santísima Trinidad de Atienza es precisamente esa. El Catafalco, que se observa completito de pinturas relativas al día del adiós. La Danza de la Muerte. Pertenecía a la iglesia de San Juan del Mercado, y estaba destinado a personas de categoría que podían permitirse el pago, para sus honras fúnebres. Doña Ana de Mendoza, princesa de Éboli, se mandó hacer el suyo propio, que la atención llama. Para los no pudientes también existió, en las iglesias de Atienza, otro catafalco, de madera ennegrecida y sin pinturas que, para el día del oficio, se cubría con un paño negro.

   El catafalco de Atienza está engalanado por esas figuritas esqueléticas que nos van recordando, en siete etapas, lo que somos y vamos a dejar de ser. Nos recuerdan, entre otras cosas, que la eternidad depende de un instante; que la muerte a nadie respeta; que no hemos de temer a nuestra sentencia (de muerte); que nuestro destino es morir; que a morir debemos aprender durante toda nuestra vida; y que una vez muertos, vamos a la morada eterna, a menos que no nos demos cuenta de que debemos llevar una recta vida y terminemos en las tinieblas, o sea, en las calderas de Pedro Botero.

 Museos de Atienza. Tres Museos, tres historias, tres libros para conocerlos.


   Para enterrarnos, en Atienza y fuera de Atienza, teníamos alguna que otra cofradía que nos ayudaba a dar el paso. Las cofradías de la Paz y la Caridad; o las de las Benditas Ánimas del Purgatorio. Cofradías nacidas de, y para la iglesia. A la que debíamos dejar, para mejor pasar el trance, algo de lo propio, de lo que ya no tendríamos necesidad al otro lado. En ello debían de poner los párrocos todo su sentido, a juicio de algunos obispos de los siglos XVII, o XVIII o XIX. Algo que se hacía constar en la partida de defunción, o el testamento eclesiástico, que escribían los párrocos en los libros parroquiales, antes de que se creasen los registros civiles avanzado el siglo XIX. Párroco hubo que escribió lo de: “pudiendo dejar, no dejó a la iglesia nada, ya hablaremos”. En Atienza hubo dos instituciones que ganaron lo suyo con las últimas voluntades. Una fue el todopoderoso Cabildo de Clérigos, que llegó a ser el mayor propietario de la villa, y de sus alrededores; otro, más pobretón, el Convento de San Francisco, que hizo su capitalito vendiendo mortajas del hábito de San Francisco a 4 reales la unidad. Porque raro era quien, avanzados los siglos XVIII y XIX, en Atienza y más allá, no pedía que se le amortajase con el hábito pardo.

   Para la iglesia, o las iglesias, quedaban las misas, alivio del Purgatorio. Un buen cristiano, poseedor de mediano capital, solía dejar escrito que se le dijesen las 33 misas de San Amador, con sus correspondientes candelas. Las siete misas de los 7 Gozos de Nuestra Señora con 7 candelas por misa. Las tres misas de la Santísima Trinidad con sus tres candelas. Las dos misas del Espíritu Santo, con otras siete candelas por cada. Las de Santa Margarita, Santa María Magdalena, San Miguel, de los Apóstoles, de los Evangelistas, de la Santa Cruz, de los Confesores, de las Once mil vírgenes, de los muertos, o de las imágenes de su devoción…

Ternos ricos para oficios de difuntos. Museo de San Bartolomé, Atienza.


   A las Santas Espinas de Atienza dejaban los devotos de la villa su última encomienda de forma mayoritaria. Días hubo en que, en su cripta del antiguo convento franciscano debían de decirse, si por bien era, hasta un centenar de oficios. Paisano hubo que dejó, en vida y para después de la muerte, cientos de misas para que la santa reliquia intercediese por el bien de su descanso eterno. Don Nicolás Paredes, devoto como pocos, encargó a la reliquia santa 200 misas antes de morir; 200 más durante la enfermedad, y completó el millar con otras 600 para después de muerto. Corría el mes de agosto de 1799.

   Formas para bien morir. Y para enterrarse. Con oficio de primera, de segunda o de tercera. Con una, con dos o con tres paradillas, desde la casa mortuoria al campo santo. Todo un rito que se vivía incluso con el toque de campanas. A ello se añadía el número de sacerdotes que se deseaba cantasen o dijesen el oficio, de uno a tres, y su correspondiente donativo en forma de pan, vino o trigo, ya fuese a los pobres de la población o a los asistentes a las misas o al sepelio, para que quienes recibían la ofrenda encomendasen a Dios el alma del difunto con mayor devoción.

   Por supuesto que a todo enfermo se le debían de llevar y administrar previo al momento del tránsito, todos los sacramentos de la Santa Madre Iglesia. La administración de la extremaunción. El moribundo recibía la absolución de sus pecados, se le ungían los óleos y se les daba el viático.

   Comprobada la defunción, bien por el médico, bien por persona competente para ello, el difunto era vestido, y amortajado con sus mejores ropas, habitualmente negras, o el pardo hábito franciscano, como paso previo al velatorio y posterior entrega a la tierra.

   Hoy el cementerio de Atienza, delante de la antigua iglesia de Santa María del Rey, es el único con el que la villa cuenta. Hasta el siglo XIX contó con tres o cuatro, porque cada parroquia tenía el propio. Cuentan, o contaban algunos maestros en el arte de la escritura que el de Atienza es, en la provincia, uno de los más atractivos para aquello del eterno descanso a cuestión del horizonte que domina. Para José Antonio Ochaíta el mejor era el de Hontoba.

   El suelo de las iglesias está repleto de sepulturas. Como sus paredes o sus capillas. Y deben de quedar, bajo el centenario ábside de lo que fue convento de San Francisco, donde se encontraba la cripta, los huesos de decenas de frailes que allí encontraron el eterno reposo. Huesos frailunos que ya a nadie importan. Porque muertos que somos, pasadas dos o tres generaciones, por lo general quedamos en el olvido.

No temas a tu sentencia de muerte


   Aunque durante mucho tiempo se mantuvo por estos pagos una de esas costumbres que ayudan a que los difuntos no se nos pierdan por los caminos serranos: Iluminar las sepulturas de los muertos recientes era una de ellos; que su aquel tenía y no era otro que el de espantar a las alimaña campestres para que no acudiesen a desenterrar el cadáver; otro, más práctico, el de situar sobre las ventanas de las casas, para que las almas en pena supiesen que en aquellas se las recordaba, la consiguiente calabaza con su lucecita dentro; que no es cosa, lo de la calabaza de marras, ni del otro mundo, ni nueva. Y si por un aquel el alma en pena se aventuraba a tocar en la puerta, quedaba un nuevo remedio: embadurnar con gachas el acceso, la llave o el tirador, que a las almas en pena parece que eso de pringarse los dedos no les mola. Claro que también podían entrar por la chimenea. ¿Remedio? Dejar hirviendo el caldero de agua. Que del agua caliente hasta al gato espanta.

   Remedios para descansar en paz, morir en gracia, y no tener sobresaltos. Aunque lo mejor, para no tenerlos, ni dejarlos, los sobresaltos, es llevar un vida honrada, con todos esos aditamentos que acompañan, y llegado que sea el momento… morirse, cuando Dios quiera.


Tomás Gismera Velasco