ATIENZA: PARA
MORIRSE, COMO DIOS MANDA
De la cultura de
la muerte, y otros asuntos
Nacer y morir forma parte de nuestro diario
vivir. Y así lo entendieron quienes, no teniendo en propiedad mayor cosa que la
vida, se dedicaron a esperar que llegase la hora de emprender el último viaje.
Y como se acerca el día de los Fieles Difuntos no está de más hacer memoria de
lo que, antes o después, hemos de vivir. O vivieron nuestros antepasados camino
del cementerio.
Nuestros cementerios, los de Guadalajara,
como los de media España, no comenzaron a organizarse y tomar el aspecto que
hoy conocemos hasta que España, y nuestra provincia, padecieron aquellas
epidemias de cólera que nos vinieron a visitar a lo largo del siglo XIX. A
pesar de que ya se habían dado órdenes de que los cementerios saliesen de las
iglesias, que en el suelo de las iglesias se enterraba a quienes podían pagar
su sepultura; para el resto estaban los alrededores. Hasta que en 1884 las
autoridades dijeron lo de: ¡Hasta aquí hemos llegado! Y a partir de entonces,
todos a la tierra, a las afueras del pueblo. A la tierra, porque entonces
todavía no estaba instituida la costumbre de enterrarse metido en una caja. A
la tierra se llevaba al muerto subido en unas parihuelas, y amortajado, como
Dios manda, para el caso de ser pobre. A los pudientes que podían permitírselo
se los solía enterrar dentro de su propia caja, de lo que la familia presumía.
Para los que no, y deseaban hacer el paripé, la propia iglesia disponía de un
féretro de quita y pon. Y, en la mayoría de los casos, de un catafalco con el
que dignificar los oficios de difuntos.
La Danza de la muert, en el catafalco atencino |
Dignificarlos al día siguiente, o al otro.
Puesto que no era habitual que al muerto se le dijesen los oficios que hoy
llamamos “de cuerpo presente”.
Una de las piezas que más llaman la atención
en el Museo de Arte Religioso de la Santísima Trinidad de Atienza es
precisamente esa. El Catafalco, que se observa completito de pinturas relativas
al día del adiós. La Danza de la Muerte. Pertenecía a la iglesia de San Juan
del Mercado, y estaba destinado a personas de categoría que podían permitirse
el pago, para sus honras fúnebres. Doña Ana de Mendoza, princesa de Éboli, se
mandó hacer el suyo propio, que la atención llama. Para los no pudientes también
existió, en las iglesias de Atienza, otro catafalco, de madera ennegrecida y
sin pinturas que, para el día del oficio, se cubría con un paño negro.
El catafalco de Atienza está engalanado por
esas figuritas esqueléticas que nos van recordando, en siete etapas, lo que
somos y vamos a dejar de ser. Nos recuerdan, entre otras cosas, que la eternidad depende de un instante; que
la muerte a nadie respeta; que no hemos de temer a nuestra sentencia (de
muerte); que nuestro destino es morir; que a morir debemos aprender durante
toda nuestra vida; y que una vez muertos, vamos a la morada eterna, a menos que no nos demos cuenta de que
debemos llevar una recta vida y terminemos en las tinieblas, o sea, en las
calderas de Pedro Botero.
Museos de Atienza. Tres Museos, tres historias, tres libros para conocerlos.
Para enterrarnos, en Atienza y fuera de
Atienza, teníamos alguna que otra cofradía que nos ayudaba a dar el paso. Las
cofradías de la Paz y la Caridad; o las de las Benditas Ánimas del Purgatorio.
Cofradías nacidas de, y para la iglesia. A la que debíamos dejar, para mejor
pasar el trance, algo de lo propio, de lo que ya no tendríamos necesidad al
otro lado. En ello debían de poner los párrocos todo su sentido, a juicio de
algunos obispos de los siglos XVII, o XVIII o XIX. Algo que se hacía constar en
la partida de defunción, o el testamento eclesiástico, que escribían los
párrocos en los libros parroquiales, antes de que se creasen los registros
civiles avanzado el siglo XIX. Párroco hubo que escribió lo de: “pudiendo
dejar, no dejó a la iglesia nada, ya hablaremos”. En Atienza hubo dos
instituciones que ganaron lo suyo con las últimas voluntades. Una fue el
todopoderoso Cabildo de Clérigos, que llegó a ser el mayor propietario de la
villa, y de sus alrededores; otro, más pobretón, el Convento de San Francisco,
que hizo su capitalito vendiendo mortajas del hábito de San Francisco a 4
reales la unidad. Porque raro era quien, avanzados los siglos XVIII y XIX, en
Atienza y más allá, no pedía que se le amortajase con el hábito pardo.
Para la iglesia, o las iglesias, quedaban
las misas, alivio del Purgatorio. Un buen cristiano, poseedor de mediano capital,
solía dejar escrito que se le dijesen las 33 misas de San Amador, con sus
correspondientes candelas. Las siete misas de los 7 Gozos de Nuestra Señora con
7 candelas por misa. Las tres misas de la Santísima Trinidad con sus tres
candelas. Las dos misas del Espíritu Santo, con otras siete candelas por cada.
Las de Santa Margarita, Santa María Magdalena, San Miguel, de los Apóstoles, de
los Evangelistas, de la Santa Cruz, de los Confesores, de las Once mil
vírgenes, de los muertos, o de las imágenes de su devoción…
Ternos ricos para oficios de difuntos. Museo de San Bartolomé, Atienza. |
A las Santas Espinas de Atienza dejaban los
devotos de la villa su última encomienda de forma mayoritaria. Días hubo en
que, en su cripta del antiguo convento franciscano debían de decirse, si por
bien era, hasta un centenar de oficios. Paisano hubo que dejó, en vida y para
después de la muerte, cientos de misas para que la santa reliquia intercediese
por el bien de su descanso eterno. Don Nicolás Paredes, devoto como pocos,
encargó a la reliquia santa 200 misas antes de morir; 200 más durante la
enfermedad, y completó el millar con otras 600 para después de muerto. Corría
el mes de agosto de 1799.
Formas para bien morir. Y para enterrarse.
Con oficio de primera, de segunda o de tercera. Con una, con dos o con tres
paradillas, desde la casa mortuoria al campo santo. Todo un rito que se vivía
incluso con el toque de campanas. A ello se añadía el número de sacerdotes que se
deseaba cantasen o dijesen el oficio, de uno a tres, y su correspondiente
donativo en forma de pan, vino o trigo, ya fuese a los pobres de la población o
a los asistentes a las misas o al sepelio, para que quienes recibían la ofrenda
encomendasen a Dios el alma del difunto con mayor devoción.
Por supuesto que a todo enfermo se le debían
de llevar y administrar previo al momento del tránsito, todos los sacramentos
de la Santa Madre Iglesia. La administración de la extremaunción. El moribundo
recibía la absolución de sus pecados, se le ungían los óleos y se les daba el
viático.
Comprobada la defunción, bien por el médico,
bien por persona competente para ello, el difunto era vestido, y amortajado con
sus mejores ropas, habitualmente negras, o el pardo hábito franciscano, como
paso previo al velatorio y posterior entrega a la tierra.
Hoy el cementerio de Atienza, delante de la
antigua iglesia de Santa María del Rey, es el único con el que la villa cuenta.
Hasta el siglo XIX contó con tres o cuatro, porque cada parroquia tenía el
propio. Cuentan, o contaban algunos maestros en el arte de la escritura que el
de Atienza es, en la provincia, uno de los más atractivos para aquello del
eterno descanso a cuestión del horizonte que domina. Para José Antonio Ochaíta
el mejor era el de Hontoba.
El suelo de las iglesias está repleto de
sepulturas. Como sus paredes o sus capillas. Y deben de quedar, bajo el
centenario ábside de lo que fue convento de San Francisco, donde se encontraba
la cripta, los huesos de decenas de frailes que allí encontraron el eterno reposo.
Huesos frailunos que ya a nadie importan. Porque muertos que somos, pasadas dos
o tres generaciones, por lo general quedamos en el olvido.
No temas a tu sentencia de muerte |
Aunque durante mucho tiempo se mantuvo por
estos pagos una de esas costumbres que ayudan a que los difuntos no se nos
pierdan por los caminos serranos: Iluminar las sepulturas de los muertos
recientes era una de ellos; que su aquel tenía y no era otro que el de espantar
a las alimaña campestres para que no acudiesen a desenterrar el cadáver; otro,
más práctico, el de situar sobre las ventanas de las casas, para que las almas
en pena supiesen que en aquellas se las recordaba, la consiguiente calabaza con
su lucecita dentro; que no es cosa, lo de la calabaza de marras, ni del otro
mundo, ni nueva. Y si por un aquel el alma en pena se aventuraba a tocar en la
puerta, quedaba un nuevo remedio: embadurnar con gachas el acceso, la llave o
el tirador, que a las almas en pena parece que eso de pringarse los dedos no
les mola. Claro que también podían entrar por la chimenea. ¿Remedio? Dejar
hirviendo el caldero de agua. Que del agua caliente hasta al gato espanta.
Remedios para descansar en paz, morir en
gracia, y no tener sobresaltos. Aunque lo mejor, para no tenerlos, ni dejarlos,
los sobresaltos, es llevar un vida honrada, con todos esos aditamentos que
acompañan, y llegado que sea el momento… morirse, cuando Dios quiera.
Tomás Gismera
Velasco