Semana Santa bajo el Castillo del Cid
Contaba José Antonio Ochaíta, maestro de
la prosa provincial, a más de ser uno de los grandes poetas que ha dado nuestra
tierra, que en su infancia tenía Jadraque, su pueblo natal, una espléndida
Semana Santa. Y contaba que de esa esplendidez tomaba parte la villa entera.
Claro que nos hablaba de unos tiempos, la primera mitad del siglo XX en los que
todavía no se había puesto de moda acudir a otro tipo de procesión, la que
conduce a las playas mediterráneas que son, en tiempo de Semana Santa, el
destino cálido por excelencia.
La Pasión, según Jadraque |
Puede que haya sido, y sea, la villa de
Jadraque, una de las de mayor empaque a la hora de cualquier celebración
procesional del Henares hacía arriba, hacía la Sierra, por encima de la capital
por excelencia, Atienza, y quizá únicamente superada por la del obispado,
Sigüenza. A ello hay que añadir la calidad y devoción de las imágenes que salen
por estos días a procesionar bajo la sombra siempre grave del castillo
mendocino más significativo de esta parte de Castilla.
El Cristo de la Cruz a Cuestas es una de las
tallas más impresionantes que pueden verse en las procesiones de Guadalajara,
tal vez únicamente superable por el magnífico Cristo del Perdón atencino, pero
este no procesiona. Y cuenta Jadraque con el Crucificado atribuido a Montañés
que ya, por sí sólo, es capaz de hermanar la Semana Santa Jadraqueña con la de
cualquier hermandad de la rancia Castilla de silencios y capas pardas; de esas
semanas santas que, alejadas del palmoteo andaluz, se viven por tierras de
Palencia, Zamora o Salamanca, y es que, para admirar y sentir, no es necesario
el palmoteo, sino la devoción, si a ello vamos. Y es que tendemos a copiar, sin
necesidad. Porque también nosotros tenemos en esta nuestra tierra cosecha
propia, de historias y devociones.
El CASTILLO DE JADRAQUE, EL LIBRO, AQUÍ |
Nos contaba el poeta metido a cronista y
siempre presente en el sentir de Jadraque, que aquel Cristo de referencia, el
de la Cruz a Cuestas al que en esta ocasión ayuda el Cirineo, posee hechizo y atracción irresistible,
y cierto es. Y el relato de aquellas semanas santas de la infancia de Ochaíta
se nos antoja que tiene un aire andaluz, quizá transmitido por su maestra en el
arte de la poesía, Eva Cervantes, o Esperanza Perales, tanto da. Y es que hubo
quien dijo que Jadraque es el pueblo más andaluz de Guadalajara. Y su Cristo,
saliendo en procesión: a la luz
archimuriente de los faroles, en un recorrido silencioso y expectante que
transforma el pueblo en un Jerusalén remoto, con los muñones de sus cerros, tan
propios para izar cruces en las horas proféticas del Viernes Santo…
En aquella infancia de la que nos habla el poeta, las devociones
se vivían mucho más que en nuestros tiempos, o al menos de otra manera. Y
tantas eran las devociones que los hijos del pueblo que triunfaron lejos
regresaban para, agradecidos, dotar a su iglesia de imágenes para que sus
paisanos, con el tiempo, las llevasen sobre sus hombros.
Aquellos Cristos de siglos pasados, que hoy
permanecen, fueron seguidos en su procesionar jadraqueño por la cándida dulzura
de la imagen de María, convertida en madre dolorosa, o de soledad. Una de las
imágenes más significativas de la Soledad jadraqueña fue la que donaron dos
hijos de la villa que hicieron fortuna en la capital y regresaban, cada dos por
tres, para repartir parte de sus bienes entre sus antiguos vecinos, los
hermanos Hernández Díaz. Don Carlos, y su señora, doña Cecilia Lema, donaron
una imagen que fue bendecida el Viernes de Dolores de 1923, y salió por vez
primera en aquella Semana Santa con un manto que la regaló don Luis, el otro
hermano Hernández.
Si bien, para mantos y coronas, el más
señalado es el que bordó, por tierras gaditanas, Adela Medina, allí conocida
como Gitanilla del Carmelo, y por ser una de las bordadoras con más arte de
toda Andalucía, capaz de bordar todo un manto para la mismísima Macarena. El
manto fue un regalo de Esperanza Perales, o Eva Cervantes, tanto da, y de su marido,
Mariano García Agustín. Con el manto trajeron una corona de plata, oro y
pedrería que se labró en Sevilla por el orfebre José Antonio Marmolejo, otra
institución en la orfebrería andaluza. Estas piezas fueron para la Soledad que
llegó a Jadraque en el siglo XVII, no para la de los hermanos Hernández. Una
Soledad que, dadas las características del manto tuvo que estrenar, en la
procesión de 1963 carroza nueva. Los hermanos de Las Heras tuvieron que ser los
autores, como lo fueron, junto a Sotero Ruiz, de la que mece al Cristo de los Milagros;
esa gran talla atribuida al cincel de Martínez Montañés.
La carroza del Cristo, por cierto, otro
diseño de altura; del escultor Antonio Navarro Santafé, que tanta obra tiene
por la capital de España –la más significativa la del Oso y el Madroño de la
Puerta del Sol-, y es que Jadraque tiene a honra el tener, entre su imaginería
religiosa y pasos procesionales de Semana Santa, firmas de alcurnia. Tantas que
pueden competir por derecho propio con lo mejor de la castellanía.
Y tiene Jadraque, además, para montar el
escenario de su pasión, un entramado de callejas que nos recuerdan al lejano
albaicín granadino, con el castillo convertido en alcazaba señalado por la
luna, mientras los pasos de penitentes y capirotes suben y bajan, de la ermita
a la parroquia y de la parroquia a la ermita, con el compasado son de los
timbales, o los trombones o el tambor que, marcando ritmo, nos conduce a
imaginar que estamos… en lo mejor de Castilla. Y es que tendemos a admirar e
impresionarnos por lo de fuera, sin fijarnos en lo que tenemos dentro.
Y Jadraque tiene escenas y escenario. Como
la mayoría de estos pueblos que se van arrimando a la montaña. La del Alto Rey
de la Majestad, a cuyos pies dormita Hiendelaencina hasta que se despierta con
el sonido de la pasión la mañana de Viernes Santo. Que esa es otro cantar; otra
pasión; otro sentir. Esa ya se nos hizo mayor y camina por sí misma y a buen
paso. Un defecto que tienen algunas procesiones semana senteras, que podían ser
seña de identidad para sus villas; la de Atienza pongo por ejemplo, que podía
estar, si lo quisiera, entre las primeras provinciales; pero pierde el paso; la
procesión, que en cualquier parte es penitente, silencio y calma, en Atienza se
vuelve, poco menos, que galopada por llegar lo más pronto posible a la ermita,
o a la iglesia.
Jadraque, sus procesiones, son otra cosa.
Son silencio, capirote, cíngulo y música, que acompaña los pasos, como en las
grandes capitales. Como esas que se asoman a las viejas tierras de Zamora; y es
que no todo en la Semana Santa es capa castellana. La Semana Santa, para que
sea atrayente, en todos los campos, de devoción y turisteo, necesita mucho más.
En Jadraque, ya digo, lo tiene.
Y tienen los pasos de este Jadraque, el
pueblo más andaluz de la Alcarria, un recuerdo a los que fueron, y cuelga
cintas de luto en las andas, cuando llega el caso; cirios y farolones que
derriten sus luces y sus sombras al paso de las hermandades, desvaneciéndose la
noche del Viernes Santo en el cogollo que forman los siete cerros que, como los
de Roma, lo rodean; anidándolo.
Lo dejó escrito otro de aquellos poetas que
salió de Jadraque, Luis Leonardo Gallego:
Con sus fachadas de blanco,
apretado,
recogido,
Jadraque
parece un nido,
escondido
en un barranco…
Que se ilumina, como ninguno, con la luz de
los velones. Al paso de los penitentes, de los capuchinos, de las mantillas…
Claro que sí, claro que hay otras
procesiones, con más predicamento y más títulos. Pero, hoy por hoy, después de
conocerla, a ello invito, a vivir la de la villa del Castillo del Cid; después
siempre quedarán esas tipiqueces semana senteras, que nos invitan a catar,
sentados a la mesa, el chivo a la barreña, el vino del tío Peseta o, puestos a
poner, la limonada, que faltar nunca lo hace en Semana Santa serrana que se
precie.
La de Jadraque sigue siendo, lo proclamo,
una espléndida Semana Santa. Y de ella sigue tomando parte la villa entera.
Tomás Gismera Velasco
Nueva
Alcarria, miércoles 28 de marzo de 2018