VIAJE
AL ALTO REY.
Memoria
de la cumbre de la Serranía
Su nombre estar grabado en una peñasca de la cima merecería, a modo de
recordatorio a su memoria, aquel que tuvo la idea de subirse a lo más alto de
las cumbres serranas para levantar allí a honor y gloria de sus creencias
divinas una choza que, al pasar del tiempo, y de creer lo que la historia nos
cuenta, de choza pasó a monasterio, de monasterio a ermita y de… De todo un
poco, para ser al día de hoy, la tan rehecha ermita que encumbra el Santo Alto
Rey de la Majestad. Un monte mágico como pocos y que fue, durante mucho tiempo,
la cima a la que todos en Guadalajara y más allá, miraban con respeto,
admiración y todo lo demás. El Ocejón, que hoy parece arrebolar todas las miradas
quedaba, al lado del Alto Rey, en nada.
Y
llegar a lo alto, a aquella ermita que por estos días ha de congregar a los
vecinos de los pueblos de alrededor que todavía mantienen la costumbre de subir
a otear los valles desde lo alto, se convirtió a lo largo del siglo XIX en algo
así como una especie de reto. El Ocejón no lo buscaba nadie; al Alto Rey quería
llegar todo el mundo desde que Hiendelaencina se hizo famosa en el mundo. Como
si el Alto Rey guardase en sus entrañas, a más de aquel aceite milagrosa que
manaba en su cueva por debajo de la ermita, muchas más onzas de plata de las
que se encontraron en todo el término municipal de aquella población, y las
vecinas, cuando la fiebre minera.
Habría que buscar en los anales quién fue el primero que subió, a lomos
de mula, para contar su viaje; es probable que por algún lugar haya quedado
escrito, puesto que a los viajeros, desde que el mundo es mundo, les gustó
contar sus aventuras, que para eso las vivían. Lo hizo Heinrich Moritz Willkomm
cuando viajó a Hiendelaencina a conocer aquel universo plateado en 1850; y
también Francisco Goñi y Pedro Antonio de Alarcón, que descendieron a las entrañas de la tierra,
el primero en 1920 y el segundo en 1858; pero de Hiendelaencina no pasaron.
Aunque sí que lo hizo, sin
concretar fecha, quien sería uno de los capataces más importantes de aquella
industriosa población, don Joaquín Menéndez Ormaza, mucho antes de que diese a
la imprenta, lo hizo en 1925, sus famosos “Viajes
por España del Doctor Kaestner”. Que aunque nos parezca extraño, porque
parece un personaje escapado de la mente calenturienta del escritor, el doctor
Kaestner existió realmente.
Las delicias del viaje, que dan comienzo en la famosa “Fonda Nueva” de Cogolludo, que no es
otra que el famoso Palacio Ducal, estuvieron guiadas por un vecino de Atienza
cuya fortuna mermó con el buen vivir y el paso de los días, y a juzgar por lo
escrito, y los personajes que en los distintos episodios aparecen, hubo de
tener lugar en torno a 1880, que es cuando don Claudio Casado, tras no lograr
la plaza de médico en Hiendelaencina se subió hasta Bustares y allí estuvo
hasta que Dios lo quiso. Don Claudio, quizá uno de los personajes más curiosos
que habitaron esta tierra, desde que entró en la historia al lado del doctor
Esquerdo, tratando de arrancar de la muerte al general Prim, después de que en
la calle del Turco lo cosieran a tiros de trabuco.
El de Atienza, al que apodaban “El Arcipreste”, y fue el encargado del
correo entre Atienza y Jadraque, condujo a la tropa desde Cogolludo hasta la
cima del Alto Rey a lomos de unas cuantas mulas. Los viajeros en aquellos
tiempos lo hacían con las mayores comodidades posibles, y en lugar de echarse a
las costillas una mochila, cargaban a lomos de unas cuantas mulas sus baúles en
los que cabía de todo, desde media biblioteca a todo un guardarropa. El relato
de Menéndez Ormaza nos habla, llegados a la cima, de alguno de sus secretos.
Entre otros que apenas hacía cien años que se había reconstruido la ermita, en
1785. Con anterioridad la arrumbaron las nieves y con posterioridad los rayos y
centellas. La última vez, si las crónicas no mienten, fue en el septiembre de
1913 cuando, poco menos que a la conclusión de la procesión, la tormenta se
enredó en la cumbre y los rayos se cebaron con la ermita, que la dejaron echa
una escombrera. Fue reconstruida por los lugareños y en septiembre de 1916
devuelta al culto y a la devoción de los romeros. Y, todavía en 1923, el 23 de
mayo, con ocasión de la romería y mientras los romeros de las poblaciones
aledañas se disponían a alcanzarla, una horrorosa tormenta descargó sobre la
cima, acompañada de numerosos rayos, descargando uno de ellos sobre la ermita
en el momento en que algunas personas buscaban refugio en ella; alcanzados por el
rayo murieron dos vecinos de Albendiego, resultando gravemente heridas otras
varias de Bustares, Hiendelaencina y Prádena.
Entonces, cuando la encumbraron Menéndez Ormaza y los suyos todavía se
conservaba por los alrededores lo que él definió como ruinas de monasterio
templario. Un monasterio, o castillo, que con algo más de detalle describió don
Manuel Pérez Villamil cuando subió a la cumbre en 1879, guiado por el sacristán
de Albendiego rezando, como era costumbre de aquellos tiempos, las Letanías de
la Santísima Virgen, que rezaban los de Albendiego cuando hacían su romería,
coincidiendo con la festividad de la Ascensión. Y es que cada uno de los pueblos del entorno tenía su fecha señalada
para subir a la cumbre. Incluso los regidores de la hidalga villa de Atienza
que se llevaban, para el camino, dos cántaras de vino. Lo de celebrar la
romería conjuntamente todos los pueblos del entorno que lo continúan haciendo
viene de 1956.
Ambos, Menéndez Ormaza y Pérez Villamil se detuvieron a pintar sobre aquel
horizonte los pasos que siguieron las trescientas lanzas que acompañaban a Mío
Cid Campeador saliendo de Castilla. Pérez Villamil imaginando a Mío Cid
encomendándose al Creador a la vista de estas cumbres; Menéndez Ormaza, que
cuando dio su trabajo a la imprenta ya conocía los estudios de Menéndez Pidal,
poniendo aquello en entredicho, añadiendo que en el Poema el erudito trocó
Ayllón por Atienza, que nunca el juglar
dijo…
Viajero incansable fue otro de los grandes eruditos que dio nuestra
provincia, don Juan-Catalina García López, quien desde su lugar de reposo,
Espinosa de Henares, se subió a la mula y en compañía de su hijo se lanzó a la
aventura cuando el siglo XIX daba sus últimos latigazos. Y con sabiduría de
hombre de letras e historia, dejó escrito sobre sus orígenes: inútil es que el historiador o el arqueólogo pregunten a aquellas ruinas
acerca de su antiguo destino o de su origen, porque no obtendrá respuesta
alguna, si algún hallazgo imprevisto no arroja luz sobre aquellas tinieblas.
Viajar
a la cumbre desde la villa de Atienza se convirtió, en la primera mitad del
siglo XX, en experiencia de estudiantes caprichosos con ganas de aventura.
Crónicas cuentan que algunos de los hijos de las ilustres familias de la villa,
en una de aquellas, el agosto de 1931, salieron un pie tras otro para llegar a
la cumbre, donde hicieron noche y desde donde, para mostrar que allí se
encontraban, lanzaron a los cielos una colección de cohetes de colores. Y algo
similar hicieron otros tantos mozuelos de Jadraque en excursión que les llevó
tres días con sus noches.
Y
si hombres lo hacían, podían también hacerlo las mujeres. A la cumbre, antes de
continuar al Ocejón, llegó quien fuese maestra de Atienza, doña Isabel Muñoz
Caravaca en julio de 1901. La acompañaron en la ascensión su hijo Jorge y don
Prudencio, el hijo de don Claudio Casado, el de Bustares.
Y
es que hubo un tiempo en el que, sin caminos que lo señalasen, atraídos por esa
sana curiosidad de subir a lo más alto y otear cuanto más horizonte mejor, los
hombres, y visto está las mujeres también, subieron a lo alto y nos dejaron sus
reseñas. Don Juan-Catalina García López no pudo dar mucha cuenta del horizonte
que se tiende de un extremo a otro de Castilla; cuando él subió la bruma todo
lo cubría y el entorno se encogía de tal manera que apenas se veían los
cimientos de la cima.
Pero, con bruma o sin ella, es una delicia ascender por aquellas
laderas, como por estos días lo harán los romeros del entorno siguiendo sus
cruces, con sus pendones al viento, arropados en el olor de la jara y del
romero. Y es que, a pesar de que los tiempos han pasado, el Alto Rey siempre
estuvo allí, y lo continuará estando, aunque de los pueblos que lo miraron
falten las gentes. Allá arriba quedarán las leyendas del Bafometo, el mendigo
sordomudo que pedía limosna y escapaba con ella y tenía miedo a la gente, y él
sabría por qué; y de aquel gato negro que pintase Menéndez Ormaza, que aparecía
y desaparecía como sombra del infierno; la cueva, rezumando aceite con el que
prender las lámparas, y… la leyenda viva del monte mágico de la Serranía.
De esta Serranía que se nos pinta como ella sólo sabe hacerlo. A golpe
de magia, y de leyendas. También de romerías que nos llevan a los orígenes de
los nuestros. De los que amaron, mucho antes que nosotros, la tierra que nos
abraza.
Tomás Gismera Velasco
Nueva Alcarria 31 de agosto de 2018
Atienza de los Juglares, septiembre 2018