CAMPISÁBALOS,
EN TIEMPOS DE DON WENCESLAO LOSA.
Maestro
de la población, dejó la crónica de lo que allí sucedió en las primeras décadas
del siglo XX
En el mes de mayo de 1912 se hacía cargo de la escuela de niños de
Campisábalos, a la que por entonces asistían dos docenas de chiquillos, don
Wenceslao Losa Rangil.
Eran tiempos en los que los maestros de estos nuestros pueblos iban y
venían de uno a otro ya que la mayoría de ellos solían ser interinos. Quienes
tenían la suerte de obtener la plaza en propiedad echaban raíces en sus
respectivos pueblos de destino y pasaban a ser, como el cura o el sargento de
la Guardia civil, donde lo había, una autoridad más del municipio.
En
estos años en los que don Wenceslao llegaba a Campisábalos los maestros las
pasaban, como diríamos hoy coloquialmente, canutas.
Y no precisamente por el comportamiento de los alumnos, que en ocasiones
también, sino por el maltrato, a la hora de los pagos, por parte de los
municipios, encargados de pagar al maestro en la mayoría de los casos, estando obligados
a darles casa-habitación, que en no pocas ocasiones tampoco reunía, al igual
que la escuela, las mínimas condiciones de habitabilidad.
Dos Wenceslao Losa Rangil, maestro que fue de Campisábalos, entre otros
lugares del rincón serrano de la provincia de Guadalajara, y limítrofes de la
de Soria, no era de la serrana tierra, pues vino al mundo en Barbatona, lugar de reconocida
advocación mariana agregado de Sigüenza; allí
nació en 1863.
Obtuvo
el título en 1887, en Guadalajara, una profesión que tardaría algunos años en
ejercer, pues su primer empleo fue como Secretario del Ayuntamiento de Padilla
del Ducado, con un salario de 300 pesetas anuales, de las del año de gracia de
1888.
Dejó
Padilla por Villarejo de Medina, donde cobraba doscientas pesetas más; de
Villarejo de Medina pasó al Ayuntamiento de Aldeanueva de Atienza, el último
año del siglo XIX, con una asignación
anual de 100 pesetas, cobradas por trimestres vencidos, más media fanega de
centeno y una arroba de patatas por cada vecino a cobrarse, patatas y centeno,
o trigo metadenco, como se denominaba por estas tierras al centenoso, por San
Miguel de septiembre, que es mes de ajustes y santo pagadero; de ahí que en no
pocos municipios se le haya apellidado, para diferenciarle del de mayo, el
Pagador, o el rico, que tanto da.
Al
oficio de secretario municipal, y judicial, en Aldeanueva de Atienza, tenía que
añadir el de sacristán y organero de su iglesia. Oficios que iban parejos en
muchos casos a la enseñanza, que comenzó a ejercer en Aldeanueva. En 1903 pasó
a desempeñar iguales cargos en Estriégana; en 1904 estaba en Baños de Tajo; en
1908 pasó a Romanillos de Medinaceli, y como al comienzo apuntábamos, en 1912
llegó a Campisábalos.
En todos los pueblos citados, y en Montarrón y
en Brihuega, le dejaron a deber alguna mensualidad que reclamó una y otra vez,
a lo largo de los años hasta que terminó por aburrirse, se jubiló y quedó la deuda pendiente.
Fue hombre de acción por estas tierras, como lo solían ser los maestros
de estos pueblos, conocedores de que, de no ser por ellos, la cultura no tendría lugar.
Campisábalos era entonces un poblachón serrano de lo mejor de la
Serranía, rondando los setecientos vecinos, siendo su alcalde don Mariano
Liceras, quien sustituyó a don Juan Francisco Ricote, y a quien reemplazó don
Juan de Miguel. Un pueblo dedicado a la ganadería, con unas cuantas miles de
cabezas de lanar pastando en su término y haciendo entonces la trashumancia a
Extremadura. Pueblo en el que los Lozano Manrique hicieron lo mayor de su
fortuna antes de aposentarse, ricos y hacendados, en la Atienza del siglo
XVIII, donde levantaron elegantes y señoriales casas en su calle principal, la
hoy de Cervantes y entonces de la Zapatería. Y de dónde las tropas carlistas
del cura Batanero, sacaron de debajo de un montón de trigo a don Baltasar
Carrillo Manrique Lozano, el personaje por excelencia de estas tierras a lo
largo del siglo XIX.
Como todo hidalgo que preciarse quiera, también los Lozano disputaron en
su localidad natal un lugar en el camino del paraíso, mandándose enterrar, los
que no lo hicieron en el convento de San Francisco de Atienza, en el lado del
Evangelio de la iglesia de su pueblo; los otros hacendados de la localidad, los
Márquez, se habían pedido el lado de la Epístola.
Ninguna de las dos familias superaría la grandeza funeraria de don
Galindo Galindez, el templario caballero que llegado de las Galias se levantó
toda una capilla, casi iglesia, transformando la original de la población.
Nada tenía que ver entonces la iglesia parroquial de San Bartolomé de
Campisábalos con lo que hoy se muestra a quienes por la localidad pasan y la
admiran; la iglesia de San Bartolomé por aquellos tiempos era pura ruina, y lo
continuó siendo durante muchos años más.
La escuela también, que se encontraba en la calle de la Iglesia; la de
niños, y la de niñas, a pesar de que las maestras no aguantasen en la
población, en la mayoría de los casos, ni medio curso. Como doce o catorce
fueron las maestras que pasaron por aquella escuela durante los años en que
estuvo como maestro don Wenceslao, y como cura don Toribio Llorente, quien
murió en 1926 y a quien sustituyó don Constantino Álvaro, nacido en Paredes de
Sigüenza y quien terminó siendo arcipreste de la villa de Atienza, donde murió
en 1965.
Pocas novedades se vivían al año en Campisábalos, salvo las de las
fiestas patronales, y las visitas anuales, al reclamo de la codorniz, del Conde
de Romanones, quien reinó como amo y señor, durante años, los cazaderos de
todos estos pueblos.
Don Wenceslao no era cazador, pero fue un hábil cronista que nos dejó, a
través de sus líneas, los aconteceres de la localidad. El devenir de la vida
del pueblo por aquellos años, pues hay historias que ni recogen las
enciclopedias ni los grandes historiadores, más datos a descubrirnos las
hazañas de los personajes de adarga, rocín y lustre en el apellido.
Don Wenceslao Losa se dedicó a contarnos cómo se celebraban aquellas
fiestas patronales que los de Campisábalos aguardaban todos los años. Las
fiestas de Santa María Magdalena y de San Bartolomé, cuando a ambos los sacaban
en procesión por las calles del pueblo, precedidos por aquellos danzantes que,
como en Galve, Hijes, Ujados o los Condemios, les iban abriendo paso a ritmo de
dulzaina y de tambor.
Y
es que, por estos nuestros pueblos, en los que hoy se respira el aire más sano
en muchos kilómetros a la redonda, los maestros como don Wenceslao escribieron
la memoria de un tiempo que, si ellos no lo hubiesen hecho, se nos habría
perdido.
Se jubiló don Wenceslao Losa Rangil a los 63 años de edad, en 1926;
regresó a su natal Barbatona y Campisábalos comenzó a dormitar al embrujo de
sus milenarias leyendas.
Parece que lo vemos, por las calles de Campisábalos, dirigiéndola: La procesión recorrió las principales calles
del pueblo, guiada por el niño Gerónimo Losa Barbolla tocando la campanilla, y
un niño con su cruz alzada, acompañados de dos grandes filas de niños de la
escuela regentada por el profesor don Wenceslao Losa Rangil; bailaban la danza
ocho jóvenes del pueblo haciéndolo admirablemente…
Tomás Gismera Velasco
Guadalajara en la Memoria
Periódico Nueva Alcarria
Guadalajara, 3 de mayo de 2019