CASTO
PLASENCIA MAESTRO, EL PINTOR DE CAÑIZAR.
Fue
una de las grandes figuras de la pintura de su tiempo
Tomás
Gismera Velasco
En lo mejor de la vida, y cuando gozaba de los máximos honores, falleció
en Madrid Casto Plasencia Maestro. Quizá el pintor de mayor nombre que ha dado
la provincia de Guadalajara.
El 19 de mayo de 1890, a eso de las cuatro de la tarde, el cortejo
mortuorio compuesto por varios miles de personas y más de cien vehículos salió
del Pasaje de la Alhambra camino de la Sacramental de San Justo. En aquella
calle, en el número 1, se encontraba desde poco tiempo atrás su estudio,
convertido en uno de los mejores de Madrid. Le faltaban unos días para cumplir
los 44 años de edad. En el cortejo formaban parte personajes tan dispares como
Agustín Lhardy, Benito Pérez Galdós, Núñez de Arce o Francos Rodríguez. Por
supuesto que no faltaban pintores de la talla de Joaquín Sorolla o políticos
como el marqués de la Vega de Armijo, ministro de Estado entonces.
Uno
de esos libros, tipo diccionario de personajes ilustres, editado a comienzos
del siglo XX y que llevó por título “Glorias
Nacionales”, habla de Casto Plasencia, en términos elogiosos: El inspirado genio de la pintura moderna, D. Casto Plasencia, nació en
el pueblo de Cañizar (Guadalajara), el año de 1846, y era hijo de un pobre,
pero distinguido médico, que le dejó niño al morir y sin bienes de ninguna
clase…
En
Cañizar nació el 1º de julio de 1846, hijo
del médico del pueblo, D. Isidro Plasencia Ruiz, natural de Segovia, y quien
desde Hita se trasladó a la localidad para ejercer su profesión unos años antes.
Su madre, Ángela Maestro, era natural de Ciruelas. Padres que no tardaron en
abandonar este mundo dejando a nuestro protagonista, y dos hermanos mayores, en
el desamparo. Doña Ángela murió en 1855, D. Isidro poco después, en 1860. La
orfandad lo trasladó a Madrid, al cobijo de su padrino, el general Ramón de
Sandoval, amigo y compañero de estudios e ideas políticas del padre, quien
advertido de las dotes que para la pintura tenía el joven trató de educarle en
aquellas. Y a su padrino dedicó una de sus primeras obras: Retrato del Brigadier Sandoval, que lo había matriculado en la
entonces Escuela de pintura, escultura y grabado de la Real Academia de Bellas
Artes.
Su primera obra, que como es de suponerse pasó en su tiempo
desapercibida, a pesar de que le permitiese el paso a las Academias y que su
nombre comenzase a sonar, fue un pequeño lienzo con la imagen de la Dolorosa
que trató de regalar a la ermita de Nuestra Señora de los Llanos, de Hontoba,
para que ornase el retablo de la Virgen de la Soledad.
El Diccionario del que anteriormente hacíamos referencia nos dice que un
par de años después de ponerse manos a la obra en aquello de la pintura, el
Ministerio de Fomento le concedió una pensión de 1.000 pesetas anuales. Que
para aquellos tiempos ya era todo un dineral, puesto que hablamos de la década
de 1870. La beca le duró un par de años. Los suficientes como para soltarse con
la pintura y aspirar a una de las plazas de pensionado de número de la Real
Academia de España en Roma, fundada un año antes por el Gobierno republicano de
Nicolás Salmerón dentro de los ideales de la Ilustración. Allá fue junto a
quien, además de amigo sería uno de sus rivales en el mundo de la pintura,
Francisco Pradilla. El cuadro que pintaron, tema obligado, fue el llamado Rapto de las Sabinas que, justo es
decirlo, el de nuestro paisano anduvo perdido durante largos años hasta que
recientemente apareció en episodio digno de ser novelado y hoy se encuentra en
manos particulares, a la espera de mejor destino.
De su etapa romana son algunos de sus mejores lienzos, entre ellos el
soberbio Orígenes de la República Romana,
de 25 metros cuadrados, que le fue adquirido por el Museo del Prado, y que
en 1878 obtuvo la Medalla de la Exposición Nacional de Bellas Artes,
rivalizando con Francisco Pradilla y uno de sus más conocidos lienzos: Juana la Loca.
Su obra pictórica es extraordinaria,
desde el Retrato del marqués y la
marquesa de Tetuán, al Alfonso XII y
María de las Mercedes (para el entonces Ministerio de Estado), pasando por
las enormes pinturas para el palacio de los marqueses de Linares; las de la
capilla de Carlos III de la basílica de San Francisco el Grande, o las del palacio
de los marqueses de Selgas.
Cinco años le costaron las pinturas de San Francisco el Grande, que alguien definió como lo mejor de la Basílica
y quiso comparar, a su manera, con las
pinturas de aquella otra capilla a la que Miguel Ángel dedicó su vida. Reverdecía el otoño de 1886 cuando
aquello sucedía. La conclusión de su gran obra en San Francisco el Grande, para
iniciar las de ese palacio que tanto ha dado que hablar, el de los marqueses de
Linares. Entre ambos edificios, la Basílica de San Francisco y el palacio de la
plaza de Cibeles se encuentra parte de lo mejor de su obra.
En
unos tiempos en los que ya partía su vida, de genio y con dinero, entre los
verdores asturianos de San Esteban de Pravia, en el concejo de Muros, hoy de
Nalón, y Madrid. Allí, hasta Asturias, lo acompañaban sus alumnos, puesto que
ya para esa década era maestro en su arte, y allí, en Asturias, soñaba con
crear una Academia, a la par que artística, política. Cuentan que eligió
Asturias porque en Guadalajara no era demasiado el caso que se le hacía. Como
para confirmar el aserto de lo del profeta
en su tierra.
Y
es que, aparte de sus éxitos en la pintura, su trabajo había sido reconocido
con numerosas condecoraciones, nacionales y extranjeras, entre ellas la Gran
Cruz de Isabel la Católica, la de Santiago, o la de la Legión de Honor
francesa.
Cuentan los guadalajareños Diges y Sagredo, quienes lo conocieron, que
su cara era enérgica y angulosa, de estatura regular y cuerpo recio, ojos
inquietantes y mirada inteligente, áspero
con los indiferentes y llano y cariñoso con los amigos. Nada del otro
mundo.
No dicen sin embargo que era muy aficionado a la música, a tocar el
piano y escuchar el gorgojeo operístico de Julián Gayarre, con quien mantuvo
una gran amistad, y a quien acompañó en los últimos hálitos de su vida. Cuentan
que la muerte de Gayarre, acaecida el 2 de enero de aquel mismo año, le produjo
parte de los males que terminarían llevándolo al sepulcro. Enfermedad que le
duró apenas quince días; y que fue seguida, día a día, por cuantos lo conocían
y admiraban. Del estado de su salud se enviaba parte diario al Palacio Real.
Casto Plasencia murió soltero y sin descendencia. Lo heredaron sus dos
hermanos mayores, uno de ellos, Isidro, se encontraba junto a él en el momento
de la despedida. Una despedida de la que tomaron parte desde los socios del Círculo
de Bellas Artes, a los de la Sociedad de Escritores y Artistas; había sido
cofundador de ambos centros, y al momento de su muerte pertenecía a sus juntas
de gobierno.
El
Ayuntamiento de Madrid tardó dos o tres días en poner su nombre a una calle,
para perpetuar su memoria. La placa se situó en el mes de junio de 1890 en el
antiguo callejón de Las Minas, a medio camino entre los dos estudios que habitó
nuestro personaje. El Ayuntamiento de Guadalajara lo hizo en 1906, lo de poner
una calle a su nombre.
Memoria,
a grandes rasgos, de su vida. Su biografía todavía está por escribir, aunque ya
se dijo entonces: ¿Para qué hacer ahora
su biografía? Olvidado el hombre, lo que importa es su obra. Y mantener su
memoria.
Tomás Gismera
Velasco
Guadalajara en la Memoria
Periódico Nueva Alcarria
Guadalajara, 10 de mayo de 2019