MEMORIA DE JUAN BRAVO.
El Capitán de los Comuneros, que nació en Atienza
En la Torre de los Infantes del
impresionante castillo de Atienza. Allí nació Juan Bravo de Mendoza poco
después de que su padre don Gonzalo, llegase acompañando al alcaide del
castillo, su hermano Garci. ¡Qué historia, y qué sucesos los de aquellos
tiempos en los que se batallaba por un palmo más de tierra para gloria real, y
del apellido! Era lo que pedían los siglos, por mucho que, seiscientos años
después, se quieran cambiar algunos renglones de la historia. Que no se puede.
Los Bravo de Laguna que llegaron a Atienza
procedían de tierras de Soria, pasaron a Sigüenza y aquí recibieron la orden de
la conquista del castillo atencino, que lo hicieron. Sin sangre, dice también la
historia, para la reina Isabel. Su Alteza los nombró a perpetuidad alcaides de
la fortaleza en un tiempo en el que la vida y la muerte rodaban sin la pesadez
de la rueda de un carretón atascado en el barro. Que por ello fue la rota de
Villalar. Por el barro.
En la Torre de los Infantes del castillo de
Atienza, la misma en la que se enfrentaron Galib y Almanzor, y alentaron las
coronas de reyes pequeños, cuando Atienza era parte importante del reino y
dominaban sus torres una parte de la vieja Castilla, por Soria; y otra de la
nueva, por Guadalajara. Corría el año de 1484 u 83, cuando vio la primera luz.
Su padre, don Gonzalo, heredó de su hermano, don García, la alcaidía del
castillo, que no pudo regir. Don García murió, como un héroe cuenta su leyenda,
en la rota de Gibralfaro, sus restos, en procesión doliente, llegaron a Atienza
mucho tiempo después, en 1494, para reposar a la eternidad en el desaparecido
convento atencino de San Francisco: “Aquí
yacen los restos del muy alto y noble caballero…”, rezaba su desaparecida lauda
sepulcral; junto a los de su yerno, Diego López de Medrano, y su mujer, y sus
hijas…
Los de su hermano, el nuevo alcaide, tomaron
el camino de Berlanga de Duero, su origen: “Aquí
yacen los restos del muy noble caballero don Gonzalo Bravo de Laguna, alcaide
que fue de Atienza, y que murió en Córdoba, en el mes de agosto…” Reza su lauda, actualmente en la Colegiata de
Berlanga. Enterrado junto a su hermano, el obispo de Coria, don Juan, que legó
lo mejor de sus bienes a nuestro héroe, por quien llevaba el nombre.
La muerte del padre daba la alcaidía del
castillo al heredero, Juan Bravo de Mendoza. Demasiado joven para ostentar cargo
de tanto compromiso. La reina, en pago de servicios, acogió en su corte a la familia;
a los Medrano, a los Bravo de Laguna; a Juan, a Catalina, a Magdalena, a
Gonzalo…
Y a la viuda de don Gonzalo, mientras que la
de don Garci quedaba junto a la reina, la volvieron a casar y tomó el camino de
Burgos detrás del nuevo marido, un malnacido llamado García Sarmiento. Sin
olvidar que en Atienza dejaban casas, tierras y salinas.
La vida, que es como el río que discurre
plácido en tiempo de bonanza, y alborotado cuando los deshielos de las cumbres saturan
sus cauces, llevó a Juan Bravo a servir a su católica alteza; y a aposentarse
en Segovia, donde contraer un primer matrimonio con Catalina del Río, y un
segundo con María Coronel, ambas de la misma familia. Una y otra de la burguesía
segoviana que empapó su sangre con la de las culturas que pisaron aquella
tierra, judíos, moros y cristianos. Una de mayor edad, y la otra de menos, que
don Juan Bravo a quien, cosa de los tiempos, no importó demasiado el matrimonio
ya que nuestro buen capitán vendió su apellido a la familia de las novias por
una buena cantidad de dinero. Nuestro hombre conseguía una apreciable fortuna y
las familias de las contrayentes emparentaban con la rancia sangre castellana.
Miel sobre hojuelas.
Las curiosas capitulaciones matrimoniales
que se conservan del matrimonio de Juan Bravo con María Coronel nos hablan del interés de
aquellos padres, descendientes de Abraen Senneor, porque sus nietos tuviesen la
sangre limpia de polvo y paja en años en los que los judíos, por orden real,
estaban obligados a dejar la tierra en la que nacieron, o convertirse a una
religión que no siempre respetaron, a pesar del forzoso bautismo. Nuestro don
Juan Bravo hubiera sido, de nacer en nuestros tiempos, pasto de prensa amarilla
y revista de papel cuché, como tantos y tantos varones más de sangre hidalga.
Mucho más, tras descubrir que a aquel nuevo padre que le tocó en suerte, los
hijos primeros de su flamante y noble esposa le traían al fresco.
Tiempos en los que la familia, salvo honrosas
excepciones, no tenía la fuerza que fue desarrollando con el pasar de los
siglos, convirtiéndose no pocas veces en una sociedad de compromiso que, a la
menor, se partía por la parte más débil. Es lo que sucedió con nuestro Juan
Bravo y su hermano, don Gonzalo, quien pasó a la historia como el “Licenciado
Bravo”, ensombrecido por la sombra de su hermano, y que tan importantes papeles
jugó como nuestro don Juan, tanto en la guerra de las comunidades, como en
tierras de Baza, desde donde llegó a Castilla a uña de caballo para pedir a su
hermano que no se enfrentase a los ejércitos del rey emperador y en el intento,
tras la rota de Villalar, perdió cuanto tenía por ser quien era, hermano del
capitán. Ambos perdieron a la familia tras el matrimonio de la madre con el
burgalés, y el nacimiento de nuevos hermanos que fueron, como tantas veces
sucede, el peor enemigo que uno puede echarse a la cara.
De aquellos matrimonios con Catalina del Río
y María Coronel adquirió nuestro don Juan el derecho a alzar banderas por el
regimiento de Segovia, y capitanear las tropas de su concejo, una vez se
alzaron los comuneros, en ese discutible forcejeo entre la baja nobleza de
Castilla y los hombres del rey emperador Carlos que el paso del tiempo, y la
política del siglo XIX, ha convertido en una novelesca historia de amor en la
que el pueblo lucha por unos derechos que nunca tuvo, ni conoció, ni tuvo
ocasión de defender. Y que llevó a nuestro capitán, junto a unos cuantos
valientes más, que eso no se niega, a perder la cabeza en el patíbulo de
Villalar el 24 de abril de 1521.
La historia, tan rocambolesca en tantas
ocasiones, quiso que, tras siglos de silencio, a los trescientos años de
aquello, volviese a reescribirse. Curioso, hubiera de haber sido, seguir las
crónicas de los noticieros de la época cuando a iniciativa de otro de nuestros
héroes guerreros, Juan Martín Empecinado, se lanzaron los hombres de su tiempo
a buscar los restos de los héroes bajo el patíbulo de Villalar, hasta encontrar
unos huesos que, según unos, eran los de los descabezados capitanes y, según
otros, fueron sacados del osario de la iglesia y puestos allí poco antes de que
llegasen los comisionados en busca de huesos que elevar a la categoría de
reliquias. Huesos que terminaron, según unos, echados a la lumbre; según otros,
sobre las aguas del Duero.
Y es que, cuenta la historia, que también
pudo ser leyenda, los de nuestro héroe terminaron en la iglesia de Muñoveros, y
por allá, de ser cierto, han de estar perdidos; después de que los vencedores
de Villalar no permitiesen el homenaje de los segovianos a su héroe. Y después
también de que aquel García Sarmiento y sus hijos, hermanos de nuestro capitán,
Francisco y Luis, se lanzasen cual perros de presa, sobre los bienes que, en
legítima honra, pertenecían a los hijos y viuda de nuestro hombre cuya vida,
hazañas y muerte es digna de serial televisivo.
Y como los héroes nunca descansan,
convertido lo tenemos en símbolo de Castilla. Y pudo ser mucho más si se lo
hubiesen permitido, pues dicen los anales que, de haber sido nuestro don Juan
el capitán de todas las tropas, la victoria en Villalar pudiera haberse
inclinado por los castellanos viejos, en lugar de por los otros, por quienes
obedecían a un rey que, entonces, apenas conocían.
Hoy Atienza luce, entre los renglones de su
historia, la orla de ser tierra natal de este gran castellano. Lo descubrió a
través de un artículo aparecido en estas mismas páginas de Nueva Alcarria hace cosa
de veinte años: “Juan Bravo, entre
Atienza y Villalar”, que desde entonces ha dado la vuelta al mundo siete
veces, o más; firmado por este mismo firmante que contribuyó, a su manera, a
ensanchar la memoria de Juan Bravo. A descubrirlo para Atienza, y a ponerlo en
libro. Un libro que descubre, para Castilla y sus seguidores, la figura siempre
correcta y admirada del gran capitán. Del hombre que, desde Atienza, capitaneó
en Villalar las tropas de su gloria. Puesto que glorioso fue, pasado el tiempo,
su nombre y su memoria. Y que no ve con
buenos ojos esos añadidos a las páginas de la historia. Lo de: “en esta casa nació…”. Porque don Juan
nació en un castillo. Donde nacen los héroes, y las leyendas.
Y es que la historia, y la memoria, son tan
gran grandes que en ocasiones nos hacen perder la cabeza. Como la perdió Juan
Bravo, el héroe comunero que continúa siendo, por encima de todo, ejemplo de
buen castellano. De castellano viejo.
¡Ahí estáis vos, buen caballero!
Tomás
Gismera Velasco
Semanario
Nueva Alcarria
Guadalajara,
20 de abril 2018