miércoles, 15 de mayo de 2019

MEMORIA DE JUAN BRAVO. El Capitán de los Comuneros, que nació en Atienza

MEMORIA DE JUAN BRAVO.
El Capitán de los Comuneros, que nació en Atienza

   En la Torre de los Infantes del impresionante castillo de Atienza. Allí nació Juan Bravo de Mendoza poco después de que su padre don Gonzalo, llegase acompañando al alcaide del castillo, su hermano Garci. ¡Qué historia, y qué sucesos los de aquellos tiempos en los que se batallaba por un palmo más de tierra para gloria real, y del apellido! Era lo que pedían los siglos, por mucho que, seiscientos años después, se quieran cambiar algunos renglones de la historia. Que no se puede.






   Los Bravo de Laguna que llegaron a Atienza procedían de tierras de Soria, pasaron a Sigüenza y aquí recibieron la orden de la conquista del castillo atencino, que lo hicieron. Sin sangre, dice también la historia, para la reina Isabel. Su Alteza los nombró a perpetuidad alcaides de la fortaleza en un tiempo en el que la vida y la muerte rodaban sin la pesadez de la rueda de un carretón atascado en el barro. Que por ello fue la rota de Villalar. Por el barro.

   En la Torre de los Infantes del castillo de Atienza, la misma en la que se enfrentaron Galib y Almanzor, y alentaron las coronas de reyes pequeños, cuando Atienza era parte importante del reino y dominaban sus torres una parte de la vieja Castilla, por Soria; y otra de la nueva, por Guadalajara. Corría el año de 1484 u 83, cuando vio la primera luz. Su padre, don Gonzalo, heredó de su hermano, don García, la alcaidía del castillo, que no pudo regir. Don García murió, como un héroe cuenta su leyenda, en la rota de Gibralfaro, sus restos, en procesión doliente, llegaron a Atienza mucho tiempo después, en 1494, para reposar a la eternidad en el desaparecido convento atencino de San Francisco: “Aquí yacen los restos del muy alto y noble caballero…”, rezaba su desaparecida lauda sepulcral; junto a los de su yerno, Diego López de Medrano, y su mujer, y sus hijas…

   Los de su hermano, el nuevo alcaide, tomaron el camino de Berlanga de Duero, su origen: “Aquí yacen los restos del muy noble caballero don Gonzalo Bravo de Laguna, alcaide que fue de Atienza, y que murió en Córdoba, en el mes de agosto… Reza su lauda, actualmente en la Colegiata de Berlanga. Enterrado junto a su hermano, el obispo de Coria, don Juan, que legó lo mejor de sus bienes a nuestro héroe, por quien llevaba el nombre.




   La muerte del padre daba la alcaidía del castillo al heredero, Juan Bravo de Mendoza. Demasiado joven para ostentar cargo de tanto compromiso. La reina, en pago de servicios, acogió en su corte a la familia; a los Medrano, a los Bravo de Laguna; a Juan, a Catalina, a Magdalena, a Gonzalo…

   Y a la viuda de don Gonzalo, mientras que la de don Garci quedaba junto a la reina, la volvieron a casar y tomó el camino de Burgos detrás del nuevo marido, un malnacido llamado García Sarmiento. Sin olvidar que en Atienza dejaban casas, tierras y salinas.

   La vida, que es como el río que discurre plácido en tiempo de bonanza, y alborotado cuando los deshielos de las cumbres saturan sus cauces, llevó a Juan Bravo a servir a su católica alteza; y a aposentarse en Segovia, donde contraer un primer matrimonio con Catalina del Río, y un segundo con María Coronel, ambas de la misma familia. Una y otra de la burguesía segoviana que empapó su sangre con la de las culturas que pisaron aquella tierra, judíos, moros y cristianos. Una de mayor edad, y la otra de menos, que don Juan Bravo a quien, cosa de los tiempos, no importó demasiado el matrimonio ya que nuestro buen capitán vendió su apellido a la familia de las novias por una buena cantidad de dinero. Nuestro hombre conseguía una apreciable fortuna y las familias de las contrayentes emparentaban con la rancia sangre castellana. Miel sobre hojuelas. 



   Las curiosas capitulaciones matrimoniales que se conservan del matrimonio de Juan Bravo con  María Coronel nos hablan del interés de aquellos padres, descendientes de Abraen Senneor, porque sus nietos tuviesen la sangre limpia de polvo y paja en años en los que los judíos, por orden real, estaban obligados a dejar la tierra en la que nacieron, o convertirse a una religión que no siempre respetaron, a pesar del forzoso bautismo. Nuestro don Juan Bravo hubiera sido, de nacer en nuestros tiempos, pasto de prensa amarilla y revista de papel cuché, como tantos y tantos varones más de sangre hidalga. Mucho más, tras descubrir que a aquel nuevo padre que le tocó en suerte, los hijos primeros de su flamante y noble esposa le traían al fresco.

   Tiempos en los que la familia, salvo honrosas excepciones, no tenía la fuerza que fue desarrollando con el pasar de los siglos, convirtiéndose no pocas veces en una sociedad de compromiso que, a la menor, se partía por la parte más débil. Es lo que sucedió con nuestro Juan Bravo y su hermano, don Gonzalo, quien pasó a la historia como el “Licenciado Bravo”, ensombrecido por la sombra de su hermano, y que tan importantes papeles jugó como nuestro don Juan, tanto en la guerra de las comunidades, como en tierras de Baza, desde donde llegó a Castilla a uña de caballo para pedir a su hermano que no se enfrentase a los ejércitos del rey emperador y en el intento, tras la rota de Villalar, perdió cuanto tenía por ser quien era, hermano del capitán. Ambos perdieron a la familia tras el matrimonio de la madre con el burgalés, y el nacimiento de nuevos hermanos que fueron, como tantas veces sucede, el peor enemigo que uno puede echarse a la cara.

   De aquellos matrimonios con Catalina del Río y María Coronel adquirió nuestro don Juan el derecho a alzar banderas por el regimiento de Segovia, y capitanear las tropas de su concejo, una vez se alzaron los comuneros, en ese discutible forcejeo entre la baja nobleza de Castilla y los hombres del rey emperador Carlos que el paso del tiempo, y la política del siglo XIX, ha convertido en una novelesca historia de amor en la que el pueblo lucha por unos derechos que nunca tuvo, ni conoció, ni tuvo ocasión de defender. Y que llevó a nuestro capitán, junto a unos cuantos valientes más, que eso no se niega, a perder la cabeza en el patíbulo de Villalar el 24 de abril de 1521.



   La historia, tan rocambolesca en tantas ocasiones, quiso que, tras siglos de silencio, a los trescientos años de aquello, volviese a reescribirse. Curioso, hubiera de haber sido, seguir las crónicas de los noticieros de la época cuando a iniciativa de otro de nuestros héroes guerreros, Juan Martín Empecinado, se lanzaron los hombres de su tiempo a buscar los restos de los héroes bajo el patíbulo de Villalar, hasta encontrar unos huesos que, según unos, eran los de los descabezados capitanes y, según otros, fueron sacados del osario de la iglesia y puestos allí poco antes de que llegasen los comisionados en busca de huesos que elevar a la categoría de reliquias. Huesos que terminaron, según unos, echados a la lumbre; según otros, sobre las aguas del Duero.

   Y es que, cuenta la historia, que también pudo ser leyenda, los de nuestro héroe terminaron en la iglesia de Muñoveros, y por allá, de ser cierto, han de estar perdidos; después de que los vencedores de Villalar no permitiesen el homenaje de los segovianos a su héroe. Y después también de que aquel García Sarmiento y sus hijos, hermanos de nuestro capitán, Francisco y Luis, se lanzasen cual perros de presa, sobre los bienes que, en legítima honra, pertenecían a los hijos y viuda de nuestro hombre cuya vida, hazañas y muerte es digna de serial televisivo.

   Y como los héroes nunca descansan, convertido lo tenemos en símbolo de Castilla. Y pudo ser mucho más si se lo hubiesen permitido, pues dicen los anales que, de haber sido nuestro don Juan el capitán de todas las tropas, la victoria en Villalar pudiera haberse inclinado por los castellanos viejos, en lugar de por los otros, por quienes obedecían a un rey que, entonces, apenas conocían.


   Hoy Atienza luce, entre los renglones de su historia, la orla de ser tierra natal de este gran castellano. Lo descubrió a través de un artículo aparecido en estas mismas páginas de Nueva Alcarria hace cosa de veinte años: “Juan Bravo, entre Atienza y Villalar”, que desde entonces ha dado la vuelta al mundo siete veces, o más; firmado por este mismo firmante que contribuyó, a su manera, a ensanchar la memoria de Juan Bravo. A descubrirlo para Atienza, y a ponerlo en libro. Un libro que descubre, para Castilla y sus seguidores, la figura siempre correcta y admirada del gran capitán. Del hombre que, desde Atienza, capitaneó en Villalar las tropas de su gloria. Puesto que glorioso fue, pasado el tiempo, su nombre y su memoria. Y que no ve con  buenos ojos esos añadidos a las páginas de la historia. Lo de: “en esta casa nació…”. Porque don Juan nació en un castillo. Donde nacen los héroes, y las leyendas.

   Y es que la historia, y la memoria, son tan gran grandes que en ocasiones nos hacen perder la cabeza. Como la perdió Juan Bravo, el héroe comunero que continúa siendo, por encima de todo, ejemplo de buen castellano. De castellano viejo.

   ¡Ahí estáis vos, buen caballero!


Tomás Gismera Velasco
Semanario Nueva Alcarria
Guadalajara, 20 de abril 2018